Cuba fue protagonista de un episodio poco recordado en las batallas que cristalizaron la independencia de Estados Unidos. Los historiadores lo conocen como “Las Damas de La Habana”.
En las guerras modernas, lo más probable es que gane quien tenga más dinero, dijo en 1780 George Washington al lamentar que, mientras las fuerzas bajo su mando no disponían aún de un sistema tributario que aportara fondos a la causa, el ejército británico se nutría de los impuestos recaudados en todo el Reino Unido.
Cuatro años antes, el 4 de julio de 1776, Estados Unidos había declarado su independencia de Gran Bretaña. En la guerra que seguiría a la proclamación, último esfuerzo de la corona inglesa para recuperar el control de sus Trece Colonias en Norteamérica, Washington fue declarado comandante del Ejército Continental que, con la ayuda de Francia y España, logró finalmente la capitulación británica.
El episodio que involucra a Cuba forma parte de la Campaña de Yorktown, realizada entre junio y octubre de 1781 y que se conoce también como la Campaña de Virginia, decisiva para la rendición de los ingleses.
El plan era acorralar a los británicos en Yorktown y dejarlos sin refuerzos. De un lado, la ayuda de los franceses en el mar impediría que la flota inglesa pudiera llegar a la costa para socorrer a las tropas comandadas por el general Charles Cornwallis, que aventajaban a las del general Lafayette. Del otro, Washington y su ejército evitarían por tierra que los británicos pudieran replegarse y escapar.
Pero los estadounidenses al mando de Washington estaban diezmados y hambrientos, y existía un serio peligro de que la mitad abandonara las filas si no recibían pagos y avituallamiento. Y si podía contar con solo la mitad de sus hombres, el plan estaba condenado al fracaso.
Por eso la intervención de “Las Damas de La Habana” fue tan decisiva: porque en una recaudación de fondos que demoró poco más de seis horas, acumularon diamantes y joyas por valor de casi un millón de libras esterlinas que, sumadas a otras donaciones, serían suficientes para cubrir las necesidades inmediatas de las tropas de Washington y de sus aliados franceses en un momento crucial.
Lo cierto es que no fueron solo mujeres las que aportaron en La Habana dinero y joyas destinadas a la causa de la independencia de las antiguas Trece Colonias. Hicieron donaciones muchos hombres, la mayoría empresarios deseosos de que una victoria de los rebeldes estadounidenses cambiara el futuro de Cuba y su dependencia de España para, al fin, comerciar libremente con Estados Unidos.
"Ya casi sin recursos"
“Debo rogarte que, si es posible, consigas el pago de un mes para el destacamento bajo mi mando”, le escribió entonces Washington a Robert Morris, apodado el “Financista de la Revolución” y precursor del actual Departamento del Tesoro de Estados Unidos. “A una parte de las tropas no se les ha pagado nada desde hace mucho tiempo, y varias veces han mostrado signos de gran descontento”.
Washington se refería a los cada vez más frecuentes motines de soldados insatisfechos con las promesas de pago y de unas provisiones que nunca aparecían. El cargamento de oro que los aliados franceses enviaban a Boston no iba a llegar a tiempo para la Campaña de Yorktown, y era necesario conseguir el dinero a toda costa.
El 11 de junio de 1781, el jefe de la fuerza expedicionaria francesa que ayudaba a los estadounidenses, el general Jean-Baptiste Donatien de Vimeur, Conde de Rochambeau, le envió una sombría carta a su compatriota, el almirante François Joseph Paul, Conde De Grasse, quien poco después comandaría la flota francesa contra los británicos en la decisiva Batalla de Chesapeake el 5 de septiembre de aquel mismo año.
“No debo ocultarle, señor”, escribió Rochambeau a De Grasse, “que los estadounidenses están ya casi sin recursos y que Washington no tendrá la mitad de las tropas de que ahora dispone para defender a Virginia”.
La respuesta de De Grasse, quien había reclutado en Santo Domingo y lo que ahora es Haití a cerca de tres mil hombres para su flota de 23 fragatas, llegaría poco más de un mes después, el 28 de julio, recordaba en 1992 la periodista Myriam Márquez en The Orlando Sentinel: “La colonia de Santo Domingo no tiene dinero, pero voy a enviar una fragata a La Habana para recaudarlo, y podría usted contar con esta cantidad: un millón doscientas mil libras esterlinas”, decía De Grasse.
La proximidad geográfica no era entonces la única cercanía entre Cuba y Estados Unidos.
Cuando España no había reconocido aún a la naciente república como nación independiente, muchos comerciantes cubanos tenían socios en Filadelfia. Era la época en que algunos barcos estadounidenses llevaban nombres como “La Habana” y “Doña María Elegio de la Puente”, este último por la viuda de Juan de Miralles, el español radicado en Cuba y establecido luego en Norteamérica como mensajero y diplomático informal.
Miralles llegó a ser amigo de Washington y murió en su casa de Nueva Jersey cuando fue a visitarlo en abril de 1780. Fue José de Gálvez, el ministro de Indias del Rey Carlos III, quien le encomendó la misión de irse a Norteamérica como “observador” de lo que estaba pasando en las antiguas Trece Colonias. Un sobrino del ministro, Bernardo de Gálvez, era entonces gobernador de Luisiana y jugó un importante papel en el lado español del apoyo al Ejército Continental.
La idea fue de Francisco de Saavedra
Pero fue otro español enviado a Cuba como Comisionado del rey Carlos III, Francisco Saavedra de Sangronis, quien estuvo más cerca de los franceses en la alianza para ayudar a los estadounidenses a derrotar a los británicos y el autor de la iniciativa de la recaudación en La Habana.
En julio de 1781, cuando se conocieron en Santo Domingo, Saavedra y De Grasse comenzaron a trazar a bordo del buque Villa de París la estrategia de lo que luego sería la Batalla de Chesapeake, escribe la historiadora estadounidense Barbara A. Mitchell. De acuerdo con ella, fue Saavedra quien le dijo a De Grasse que España se encargaría de cuidar los buques mercantes franceses en Santo Domingo para que él pudiera llevarse todas las fragatas a Chesapeake, una decisión que aseguró la victoria francesa contra la flota británica en aquel importante combate.
Cuando De Grasse no pudo recaudar en Santo Domingo el millón de libras esterlinas que se había propuesto, ni siquiera ofreciendo bonos al extraordinario interés de 25 por ciento, pensó que la solución estaría en Cuba y el 3 de agosto de 1780 le escribió a las autoridades españolas en La Habana pidiendo un préstamo de medio millón de pesos.
Saavedra le aseguró entonces que en Cuba esperaban un cargamento de plata de México y que de allí saldrían los fondos para Washington, pero pronto supo que ese cargamento no llegaría a tiempo. Los cien mil pesos aportados por los españoles de Puerto Rico y Santo Domingo a la causa estadounidense no eran suficientes, y a Saavedra se le ocurrió entonces apelar directamente a los cubanos.
“Actuó rápidamente, pidiendo ayuda a los residentes españoles y cubanos en La Habana”, escribe la historiadora. “El 16 de agosto [de 1781] se proclamó que cualquiera que quisiera contribuir a ayudar a la flota francesa [que llevaría lo recaudado a Yorktown] debería enviar el dinero inmediatamente a Hacienda. Dos oficiales franceses fueron a recoger los fondos, y en seis horas se reunió la cantidad requerida”.
Que el episodio haya trascendido como “Las Damas de La Habana” se debe a que fueron mujeres, en su mayoría vinculadas a asociaciones culturales patrióticas comunes en la época, las que más activamente se movilizaron para la recaudación.
“El millón proporcionado por las Damas de La Habana puede considerarse con certeza el último cimiento sobre el cual se erigió la independencia de Estados Unidos de América”, dijo el historiador estadounidense Stephen Bonsal.