"Poco a poco aquella conmoción inicial por la lluvia de ángeles, según la creencia popular, se fue perdiendo, fue despareciendo a pesar de su grandeza, sustituida, como pasa siempre, por los acontecimientos que le sucedieron, nada extraordinarios, eso sí, nada comparables, pero nuevos. Ya se sabe que no hay suceso que dure en las noticias", se lee en el relato Está lloviendo ángeles, perteneciente al volumen El camino de ayer, Alexandria Library, 2019, último libro del escritor exiliado José Abreu Felippe, La Habana, 1947, con prólogo de la reconocida escritora Zoé Valdés.
Pareciera que Abreu Felippe hablara en este enigmático párrafo de sí mismo, de su situación frente a los medios masivos y frente a los otros, los medios minúsculos subvencionados en pose independiente -una y la misma cosa a la hora de seguir las señas para el cumplimiento del guión preestablecido-, siempre pendientes del más reciente desplante del rapero de moda, de infundir pavor acerca de una apocalíptica pandemia, de informar al detalle sobre algún viento platanero que apenas se ha formado en el mar del África, o en el mar de la China, y que podría devenir devastador mega huracán que azotara, casi arara, en las costas del sur floridano, de las malevolencias de un presidente, de las benevolencias de aquel otro, de los beneficios de olas migratorias que saltan al saco sobre un occidente inerme, de las migrañas como consecuencia del cambio climático, o del vía crucis en línea por un peligroso performance del último atrevido artista a la moda, de la moda como muerte, pero que, va de suyo, pasan de largo, de largo y como si le aplastaran, ante un autor entregado al sacrificio de la escritura como quien se entrega a un sacerdocio, al sacerdocio entre una panda de perdularios y perdedores, un autor que ha plasmado contra el viento y las mareas y el estigma del Mariel una obra minuciosa, mínima, monumental, indefenso ante la verborrea de poetastros y patidifusos y ante las furias de un espíritu epocal que no perdona al distinto, que toma a la propaganda por literatura y a la excreta por arte, que destila en serie unos seres disfuncionales como arcángeles de porcelana pekinesa, que detesta al distinto y ama al masificado, sumiso, que prefiere al rentado disidente de la mañana al irreductible disidente de siempre que es Abreu.
En Vida de Ryan unos padres apuestan todo a la formación de su hijo, así lo asisten con las mejores manejadoras, los colegios más selectos, el estudio de los idiomas, sin descuidar claro está los misterios de la música, la literatura, la cultura y el arte en general. Ostentan la aspiración a que el vástago sea un hombre íntegro, integral, renacentista en la modernidad, pero como nadie escapa a su destino, al final del relato nos enteramos que una de “las cámaras de seguridad lo registra a él, a Ryan (la promesa de sus papis), muy claramente, disparando contra el empleado. El fiscal pide la pena máxima”.
Así de la metafísica a la mala vida cuando toca, porque cuando toca, ni aunque te quites, Abreu se mueve en distintos registros del alma en su desamparo, en su soledad, como quien sabe de antemano que toda historia no es otra cosa que la historia de una degradación. Cada cuento como un universo cerrado, una sorpresa en sí, sin aparente conexión con el resto, aparente porque en el subsuelo sí se conectan por vía del desconcierto, y el desconsuelo, ante el hecho cierto de no saber de dónde han venido y para qué han venido y por qué permanecen varados en este páramo, ahora potrero, de espejismos como esteroides sin fin.
Y de la mala vida a la buena vida del eros y el misterio en un hotel de Acapulco en el relato Kukulcán, donde una pareja de jóvenes novios es poseída por el dios, lo mismo él que ella pues la divinidad del viento y el agua de los mesoamericanos, conocida también como Serpiente emplumada, no discrimina géneros en el ojo de la tormenta: "Era noche de luna llena y por el amplio balcón entraba una claridad pegajosa que enmarcaba los cuerpos y los hacía brillar".
Diez relatos como diez disparos a la cara desfachatada del demiurgo del sensacionalismo y la simplonería, y un camino, el de ayer, que ha de tomarse como único, desesperado recurso para no desaparecer de un pantallazo, puntillazo, en el sinsentido de la realidad.