Parece un personaje sacado de una sombría novela de Pedro Juan Gutiérrez. A los 30 años, recién cumplidos el pasado 2 de diciembre, la vida de Luis Manuel Otero Alcántara ha estado marcada por la subsistencia.
Aún recuerda los apagones de doce horas cuando era niño, en pleno Período Especial. Las cazuelas tiznadas vacías y el color inconfundible de El Pilar, su barrio en el municipio habanero del Cerro.
El tramo de la calle Romay, desde Monte a Zequeira, no llega a cien metros. Es estrecha y pide a gritos ser asfaltada. Las casas son bajas. El único edificio que había tenía tres pisos y se derrumbó por falta de mantenimiento.
La casa de la familia Otero Alcántara, en el número 57, es la típica construcción de principios de siglo XX con puntal alto y ventanales amplios. Por la noche, las mujeres se sientan en la entrada de la puerta a chismosear, mientras los hombres hacen una ponina para comprarse un litro de ron peleón, roban detergente en la fábrica Sabatés o matan el aburrimiento viendo un juego de béisbol en el antiguo Estadio del Cerro.
Allí creció Luis Manuel, en una cuadra marginal repleta de solares, donde las drogas y sicotrópicos son parte del paisaje, los jóvenes son abakuás y resuelven sus diferencias a tiros o machetazos.
Su padre, Luis Otero, era un tipo peligroso. Siempre enredado en problemas legales y teniendo a la cárcel como segundo hogar. En la prisión se hizo soldador y la última vez que salió del Combinado del Este, prometió no regresar.
María del Carmen, madre del artista y técnica en construcción, es una luchadora, como la mayoría de las mujeres cubanas. Cuando se quedó embarazada de Luis Manuel, el padre estaba preso.
“A ver qué sale”, se dijo. Fue madre y padre durante un buen tiempo. Quizás por sobreprotección maternal, optó por criarlo puertas adentro de la casa.
Luis Manuel Otero, un mulato con expresión adolescente, hace un gesto con la boca y señala que para escapar de esa vida, un tanto ermitaña, “yo mismo me construía mis propios juguetes de madera. Desde pequeño tuve ese don, no sé de quién lo heredé, porque en mi familia no hay ningún escultor ni artista visual. Me pasaba horas y horas hablando solo. Creaba escenas y personajes imaginarios. Y de niño prometí ser alguien en la vida”, apunta sentado en un taburete de madera y recostado a la pared de su estudio en San Isidro, Habana Vieja.
Luego llegó la escuela. “La primaria la pasé en Romualdo la Cuesta y la secundaria en Nguyen Van Troi. Siempre estaba con un pedazo de madera en las manos. Mi abuela trabajaba en Viviendas, eran los años que cuando los cubanos decidían emigrar, el Estado decomisaba sus propiedades, y mucha gente le regalaba cosas. Ropa de uso y electrodomésticos. Así fue que tuvimos una lavadora. Pero de zapatos siempre anduve escaso. Tenía solo un par que casi siempre estaban rotos. Iba a la escuela con una botas horrorosas o con 'kikos' plásticos”, recuerda Otero y añade:
“Con nueve o diez años, al igual que todos los niños de la zona, buscaba la manera de hacer dinero para ayudar en la casa, comprar mis cosas o ir a fiestas los fines de semana. Un amigo y yo del barrio nos dedicábamos a sacar ladrillos de los edificios y viviendas abandonadas. En aquel tiempo, los ladrillos reciclados se vendían en tres pesos en el mercado negro, pero nosotros lo dejábamos en dos. Una tarde mi madre me sorprendió en la faena y me estuvo dando golpes con una suiza (cuerda) hasta la puerta de nuestro domicilio”.
Antes de inclinarse por las artes visuales, Otero estuvo cuatro o cinco años entrenándose como corredor de medio fondo en una pista de arcilla de la Ciudad Deportiva.
“Quería salir adelante. Al deporte le agradezco la disciplina y compromiso. Corría 1,500 y 5 mil metros planos. Tenía perspectivas. Entrenaba durísimo en busca de mi propósito: escapar de la pobreza. Pero en una competencia en Santiago de Cuba, a pesar de ser favorito, quedé en cuarto lugar. No estaba programado para perder. Entonces decidí estudiar y probar en la escultura y las artes visuales”.
En sus tiempos libres, igual vendía con un amigo DVD a 3 cuc por las calles de Nuevo Vedado que tallaba en madera. “Un bastón que hice fue a parar a un taller que Víctor Fowler tiene en La Víbora. Tenía 17 años y comencé a ponerme en serio para la escultura. Asistí a múltiples talleres. Siempre tuve un afán tremendo por aprender, estudiar, superarme. Soy un artista autodidacta y un amante de la historia de Cuba. También me colaba en los cursos que ofrecían en el Instituto Superior de Arte. Era un mundo apasionante. Cuando llegaba a la casa, regresaba a la realidad. Intercediendo en las peleas a golpes entre mi padre y mi madre o problemas que tenía mi hermano menor”, rememora Luis Manuel apoyado a un vetusto radio VEF-207 de la era soviética, vestido con un pantalón color mostaza y pulóver blanco con los rostros del indio Hatuey, José Martí, Fidel Castro y el opositor pacífico Oswaldo Payá Sardiñas.
En una galería en la Avenida 20 de mayo, Cerro, Luis Manuel Otero Alcántara expuso por primera vez en 2011. “La titulé Los héroes no pesan. Eran piezas de madera del tronco hacia arriba, sin piernas. Se la dediqué a los soldados mutilados durante la guerra en Angola. Personalmente invité a decenas combatientes que estuvieron en esa contienda. Estaba tenso, esperando cuál sería su reacción, pero la muestra fue muy bien acogida”
Ya para entonces había comenzado su activismo político. “Tenía demasiadas preguntas sin respuesta. Veía que las expectativas de la sociedad no se tomaban en cuenta. No había una puerta de salida. Todo eran 'muelas', discursoa sin sentido. En privado, la mayoría de los artistas reconoce que las cosas deben cambiar. Cuba es un disparate. Es cierto también que en el mundo artístico hay mucho oportunismo. Jinetear es normal en ese medio. Percibía que algo se debía hacer”, comenta Otero en tono pausado.
Y comenzó a trabajar su arte desde un enfoque novedoso. El 17 de diciembre de 2014 fue una fecha que lo marcó. “Ese mediodía vi asombrado por la televisión el discurso de Raúl Castro y Barack Obama. Sentí que comenzaba una nueva época. Que lo peor había quedado atrás. Que comenzaría una etapa de reconciliación y reconstrucción nacional. Ésa era la sensación que se palpaba entre la gente de la calle. Que habrían más negocios, que por fin tendríamos un mejor nivel de vida. Las expectativas del pueblo eran tremendas. Una ilusión que contagiaba”.
Pero el régimen puso palos en la vía. Se pasó del mayor optimismo al peor de los pesimismos. El reinicio de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos fue puro espejismo. Más cintillos de prensa que iniciativas concretas que mejoraran la calidad de vida de los cubanos.
Luis Manuel Otero recuerda que Rubén del Valle, viceministro de Cultura, “expresó, y nadie me lo contó, yo estaba allí, que se iban a necesitar varios barcos para poder vender las obras de la cultura cubana. El sentimiento que había entre muchos artistas, era que en las bienales y eventos, los mecenas estadounidenses comenzarían a comprar piezas artísticas valiosas. Quería hacer una obra en cualquier parte. Estar en la 'fashion'. Se pecó de ingenuidad”.
Apenas un mes antes, el 25 de noviembre de 2014, Otero realizó un performance en la céntrica Calle 23, en La Rampa, que ocupó cintillos en la prensa internacional. “Entonces tenía una novia americana. La intención del performance era anunciarle matrimonio en un sitio wifi que se había puesto de moda, sin privacidad y la gente gritando y pidiéndole dinero y cosas en voz alta a sus familiares. Hice un stripper en la esquina de L y 23, acompañado de dos mariachis. En esa ocasión, quizás por lo sorpresivo, no fui interrumpido por la Seguridad del Estado”.
Poco después rompió esa relación e inició un noviazgo con Yanelys Núñez Leyva, licenciada en Historia del Arte y pieza fundamental en su actual proyecto del Museo de la Disidencia. Otero es como una caja con botones. Hiperactivo, sugerente y creativo. En medio de una conversación, de pronto le surgió una idea para su próximo performance.
“A veces estoy dos o tres días dándole vuelta a una obra. Y es en medio de la madrugada que me llega una idea concreta. Entonces despierto a Yanelys y nos ponemos a trabajar. Con la última, el Testamento de Fidel Castro, fue más o menos así. El Centro George Pompidou de París me pidió algo para una muestra que iban a realizar. Se me ocurrió lo del testamento de Fidel dentro de una botella de ron Havana Club. Insinué que al final de su vida el hombre se arrepentía de todo lo malo que hizo”, subraya Alcántara.
Ahora mismo, no lo tiene aún del todo claro. Pero tal vez antes, durante o después de la sucesión a dedo gestada por Raúl Castro, realice un nuevo proyecto. Abril, especula Luis Manuel, pudiera ser su mes de la suerte.