El autor confirma la humanidad de algunas piedras y lamenta el destino de otras
Que las piedras hablen está por verificarse; que sientan, no. Sienten, aunque el hombre, rehén de un manojo de sentidos plagados de limitaciones, no lo advierta.
Quien ha roto piedras de distintos tamaños y ha prestado atención, las ha oído quejarse, maldecir, encajar el golpe como los hombres encajan su destino, dificultosamente, y hasta las ha visto rebelarse y arrojar a los ojos de quien las rompe fragmentos de sí mismas que a veces dan en el blanco. Una piedra enojada puede dejar tuerto al más feroz de los hombres; dejarlo en peores condiciones que él a ella. Aunque con las piedras nunca se sabe: su fuerza de carácter es proverbial y aun quebradas suelen impartir lecciones de entereza.
Basta desandar un sendero cubierto de gravilla para escuchar los gemidos de esas miniaturas que el zapato aplasta y buscan refugio arrimándose a sus compañeras. No faltará la que luego de palparse el rostro y hallárselo desfigurado se hunda en la tierra y no vuelva a asomar la nariz; ni la que, fracturados todos los huesos, se deshaga en polvo, como nos desharemos nosotros bajo la pisada de la muerte. No somos de distinta materia.
José Martí conocía bien las piedras. Intimó con ellas en las canteras cubanas donde sufrió prisión y realizó trabajos forzados; las palpó y observó su comportamiento en la celda a la que fue confinado; debe de haberlas sentido temblar al arrimárseles en busca de frescura y quién sabe si de compañía: tenía 17 años. Tienta imaginar las cosas que le oyeron susurrar en sueños o insomne.
Martí observó a los hombres arremeter contra las piedras y trasladarlas de un lugar a otro; desterrarlas, en el sentido más riguroso del término, o transterrarlas, para no sugerir que el castigo consistía en dejarlas flotando en el espacio. Y aunque las vio ceder bajo la arremetida del pico, también vio algunas de las más grandes precipitarse dentro de las zanjas sobre quien lo empuñaba y destriparlo, y a otras, erosionarle el rostro, las manos y los pies descalzos, la cal contra el polvo, en una lucha forzosa de todos por la supervivencia. Las piedras se separaban de otras piedras con una angustia similar a la que él conoció cuando su padre lo visitó en presidio, descubrió las úlceras que le devoraban una pierna, rompió a sollozar, se abrazó a él y un carcelero brutal los separó.
De la sensibilidad de las piedras iba a dar testimonio muchos años después, el 25 de diciembre de 1887, al reseñar la conmoción que producía en el ánimo de los estadounidenses la celebración de la Navidad y el poder de este acontecimiento sobre todo, incluso sobre lo presuntamente inanimado:
Hasta las piedras se ablandan aquí estos días. Sing-Sing, la prisión, es toda de piedras; y las celdas, que son ataúdes, en la pascua están llenas de flores, ¡de láminas con ángeles plateados, prendidas con almidón a la pared!, ¡del crucifijo de ébano y pasta amarilla que al preso irlandés le lleva de Christmas la madre viejecita!, ¡del pastel de arroz que acaba de darle el presidio de regalo!
Hablar les está prohibido; pero hoy, desde el mediodía al anochecer, les permiten hablar, juntos cuando están a la mesa, de celda a celda después de la festal comida. Son más de mil quinientos hombres, de tez muerta y mirada viscosa, ¡la mirada viscosa de las cárceles! Gritan de cuarto a cuarto; unos cantan himnos de la iglesia; otros, baladas plañideras; otros, coplas desembarazadas. Éste arenga a un público invisible. Aquél improvisa una ardiente defensa del crimen que lo llevó ante el jurado (…)
Ni las piedras de Sing Sing, sordas si las hay, destinadas a recordar a sus huéspedes la gravedad de sus faltas y a disuadirlos de todo sueño de fuga, permanecen indiferentes ante la Navidad, y tan pronto parecen brotar flores y espíritus celestes, como empuñar crucifijos y relamerse de gusto ante la torta que la propia prisión –cuyo nombre significa piedra sobre piedra en el idioma de uno de los pueblos indígenas de Norteamérica– obsequia a los reclusos.
Martí no duda de la emoción de las piedras, no dice que estas parecieran ablandarse sino que se ablandan, como si él mismo las tocara o las hubiera visto animarse, testigos de la felicidad pasajera de aquellos hombres, obligados a permanecer mudos durante el resto del año, que ahora rompían a conversar, a pronunciar discursos al vacío y entonar todo género de cánticos.
Esa fe en la humanidad de las piedras tendrá su apoteosis en uno de los poemas más célebres de "Versos sencillos": Sueño con claustros de mármol / Donde en silencio divino / Los héroes, de pie, reposan: / ¡De noche, a la luz del alma, / Hablo con ellos: de noche! / Están en fila: paseo / Entre las filas: las manos / De piedra les beso: abren / Los ojos de piedra: mueven / Los labios de piedra: tiemblan / Las barbas de piedra: empuñan / La espada de piedra: lloran (…)
Las piedras están en deuda con José Martí, y el ser humano, en deuda con ellas por haberlas utilizado para fines tan opuestos a su apacibilidad como agredir a los pájaros y lapidar a sus congéneres, hecho atroz para alguien o algo cuyo destino por excelencia debe ser edificar. La piedra que golpea la cabeza de una mujer condenada a muerte por haber escogido como pareja a un hombre de una casta distinta a la suya, sobrevivirá y echará alas para un día golpear, por iniciativa propia, la cabeza del agresor.
No es que el ser humano sea el único animal que tropiece dos veces con la misma piedra, es que es el único al que la misma piedra, vindicativa, harta de desmanes y haciéndose pasar por otra, le sale al paso más de una vez para recordarle –caído en la cuenta, cuando no en el suelo– cuán torpe es, y vengarse del rol que le ha asignado.
Las piedras que los niños arrojaron contra la fachada de la casa de Dulce María Loynaz, instigados por el presidente del Comité de Defensa de su barrio y con el beneplácito del Gobierno cubano, deben de haber crecido y volverán a salirnos al paso. Nada nos salvará de tropezar con ellas.