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El otro Martí

Napoleón por Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867)
Napoleón por Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867)

El autor recuerda las relaciones del insecto con el emperador y el poeta.

La colmena martiana dejaría mucho que desear si el manto de Napoleón no colgara de ella. La adopción del insecto como insignia personal no sólo esparció un enjambre de oro sobre el emperador y su entorno –alfombras, tapizados, alhajas, banderines, trono-- sino sobre sus sucesores, que lucieron la pieza púrpura, revestida de armiño y salpicada de abejas, como si todos fueran él, y ellas, su guardia más personal.

El manto se pasea por varias páginas de José Martí, y no hay vez que éste lo descuelgue que no aluda a los insectos, el manto esmaltado de abejas de los Bonaparte, como si cada alusión añadiera a su propio enjambre una multitud adicional de individuos y lo eximiera de tener que escogerlos, uno a uno, durante sus paseos por la ciudad y el campo, y de cantar sus virtudes particulares.

La doble aparición de la prenda en un volumen de sus Obras Completas induce al lector distraído a atribuir al autor un colmenar mayor que el que en realidad cultivó, y al lector atento, más que a escuchar los pasos de los emperadores por el Palacio de las Tullerías, a escuchar el zumbido de los insectos que en la alta noche se desprendían de las telas y, deshaciéndose de su coraza de metal precioso, perforaban el aire viciado de las habitaciones y se estrellaban contra los cristales de las ventanas.

Que Martí calificara de “bárbara” a la abeja que picó a María Mantilla y la condenara a habérselas con ese epíteto, no lo cohibió de reconocer la amabilidad de otras que se acercaron a él y lo instaron a abrir los ojos y oídos a la maravilla que le rodeaba y que al ser percibida pasaba a ser parte suya, y luego, a explayarse desde su persona, como un sol que le amaneciera dentro, hasta abarcar el exterior inconmensurable, fundiéndolo todo:


Duermo en mi cama de roca
Mi sueño dulce y profundo:
Roza una abeja mi boca
Y crece en mi cuerpo el mundo.


”Sísifo” por Franz von Stuck (1863-1928)
”Sísifo” por Franz von Stuck (1863-1928)

No importa que el lecho donde el autor descansara fuera incómodo: quizás por serlo se avenía mejor a su espíritu de sacrificio y, lejos de desvelarle, le permitía disfrutar de un reposo mayor. Luego de ver a la roca rodar montaña abajo, y antes de seguirla y reanudar el esfuerzo de transportarla a la cumbre, Sísifo debe de haber dormido junto a ella, abrazado a ella, un cuerpo contra otro, y debe de haber dormido bien.

Pero son el tercer y cuarto versos los que continúan rehaciéndose en la memoria, con esa abeja que aventaja al poeta en el madrugón y que, rumbo a alguna flor o de regreso de ella, agita las alas junto a sus labios para que la realidad lo posea y luego de poseerlo aflore de él renovada. La abeja que espabila al durmiente rezuma la delicadeza de la madre que a la hora de despertar al hijo para que corra al colegio le dice algo hermoso al oído y le besa la mejilla, lamentando tener que privarlo de ese estado de gracia en el que yace sumergido, como cuando yacía dentro de ella.

Leer el tercer verso es sentir el airecillo que producen las alas de un insecto amigo al arrimársenos al rostro; de un insecto que sólo busca alertarnos al espectáculo del día que nace; la doble “b” labial le abozala el aguijón. Leer el cuarto verso es disfrutar de un espectáculo mucho más íntimo pero no menos portentoso: el espectáculo de la poesía. No del verso: de la poesía, palabra que de no ser tan sumiso a mi época acaso me atrevería a escribir con mayúscula inicial. Nada más moderno que restar importancia a lo que la tiene.

La desembocadura de esta estrofa debe de estar entre las más bellas de Versos sencillos. Hay como una maternidad masculina en esa percepción del poeta como un cuerpo dentro del cual otro cobra vida y se expande hasta volcarse fuera de él; un segundo cuerpo que no es sino una toma de conciencia del mundo que esplende alrededor del primero.

La tercera abeja solitaria de Versos sencillos no apela a la vista sino al oído, y tiene alma de pregonera:

La abeja estival que zumba
Más ágil por la flor nueva,
No dice, como antes, “tumba”:
“Eva” dice: todo es “Eva”.


La veraneante no es indiferente a la juventud, ¿quién lo es? El centro de su atención, aquello que le ha devuelto los ímpetus de otrora, es una flor lozana cuya sola existencia ha venido a rescatarla del decaimiento; quién sabe si de la vejez. ¿Cuánto vive una abeja? Mejor ignorarlo, imaginarla inmortal como los pájaros, que si mueren por causas naturales mueren tan alto que nadie los ve caer, se desvanecen en plena caída. La preposición “por” es ambigua: más ágil por la flor nueva; no se sabe si denota proximidad o causa. Me inclino por lo segundo: no es que la abeja ronde la flor, aunque de hecho lo haga, es que su ligereza es resultado de la excitante aparición de aquélla.

Martí, que habla el idioma del insecto o por lo menos lo entiende, traduce lo que escucha: a la desoladora certidumbre de la caducidad general, la abeja rejuvenecida impone la celebración de una femineidad que colma el mundo y lo erotiza: todo es mujer, y como tal, inagotable y voluptuosa fuente de vida. No es que vengamos de Eva, es que nunca salimos de ella, sólo que la certidumbre de la muerte impide, a veces, recordarlo.

Yo soy como las abejas, que trabajan mucho más en el verano, admite Martí. La posibilidad de insertarse en una flor debe de haberlo atraído tanto como al insecto. No hay manto más suave y discreto que una corola, a no ser el de su perfume. Nadie hubiera comprendido mejor al hombre que una de ellas:

Yo sé de la parcial sabiduría
Con que el hombre se nutre y aconseja;
Pero yo no sabía
Lo que sabe la rosa de la abeja.
“Pero yo no sabía / lo que sabe la rosa de la abeja” (José Martí)
“Pero yo no sabía / lo que sabe la rosa de la abeja” (José Martí)

Que el interior de las flores le fue familiar a Martí lo demuestra la crónica de una exhibición de ellas donde describe la anatomía de una violeta y un geranio azul, y destaca el estrado que le pone la flor de salvia a la abeja para que no se canse la visita al posarse. La descripción no puede ser más exacta; tiene que haberse internado en alguna.

Al manto napoleónico, Martí hubiera opuesto un retazo cualquiera del manto de la naturaleza, cuyas dimensiones imposibilitan calcular el número de abejas que reúne. Las distancias que en el primero se miden por centímetros y se ajustan al ojo, en éste se miden por kilómetros y se burlan de él. Sólo una vista aérea de una región, y una de pájaro, permitiría apreciar la riqueza de la túnica. Nadie viste mejor que la Tierra.

Gertrudis Gómez de Avellaneda no tuvo miedo a la grandeza.

Un renombrado y respetado crítico literario español, Manuel Bretón de los Herreros, dijo respecto a Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga algo que ha devenido lugar común a la hora de hablar de la autora: "Es mucho hombre esta mujer".

Para colmo ese grande que fue José Martí, grandeza que no impidió que algunos de su virilidad dudasen, se atrevió a decir de la escritora camagüeyana: “No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un ánimo potente y viril; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y enérgica; no tenían las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante (...) Más: la Avellaneda no sintió el dolor humano: era más alta y más fuerte que él; su pesar era una roca...”

Estuvieron errados Bretón y Martí respecto a Gertrudis Gómez de Avellaneda, alias Tula, alias La Peregrina, nacida en Puerto Príncipe en 23 de marzo de 1814, porque la verdad es que no parece haber mucho de hombruno en esta hembra, más bien habría que decir que era mucha mujer esta mujer, mujer cabal, total, absoluta, hembra entera, arriba y abajo, por delante y por detrás, en lo físico y en lo espiritual. Porque, paradójicamente, ella encarna como pocas mujeres el arquetipo que los hombres (los hombres y las féminas) han adorado, deseado, temido y execrado a lo largo de la extensa noche de los siglos como divinidades milagrosas en las figuras de Astarté, Artemisa, Atenea, Afrodita, Hestia, Diana, Minerva, Vesta, Venus, Hera, Deméter, Perséfone, Juno, Ceres, Koré, Yemanyá, Olokum, Oshun y la Virgen María, del Oriente al Occidente, pasando por África, de lo oscuro a lo luminoso, de lo erótico a lo heroico, de lo celestial a lo infernal, de lo orgiástico a lo virginal. Ella encarna a la perfección, y a la imperfección también, lo femenino eterno que, por otro lado, la autora cubana, española y universal, supo eficazmente expresar y convertir en lo característico, definitorio de su arte, y que viene además a convertirla en inmortal, no ya en las letras iberoamericanas decimonónicas, como se ha dicho, sino en las letras de cualquier país y época. Para decirlo en las palabras exactas de Don Marcelino Menéndez y Pelayo, la Avellaneda “es la expresión, ya indómita y soberbia, ya mansa y resignada, ya ardiente e impetuosa, ya mística y profunda de todos los anhelos, tristezas, pasiones, desencantos, tormentas y naufragios del alma femenina”.

Lo que pasa es que quizá Bretón y Martí, y muchos otros, no supieron o no quisieron saber que (en el caso de Martí podría no ser demasiado arriesgado asegurar que sí sabía pero que, por motivaciones probablemente ideológicas, escogió desfavorecerla con un comentario que sabría efectivo, como de hecho lo fue, a ojos de la “chusma diligente”) para arribar a ser mujer absoluta la autora tendría que, como en el mandala, acceder a la circularidad, a lo completo, a lo complejo, quiere decir, al otro lado, y ello, por enrevesado que parezca, implica también, y sobre todo, incorporar lo masculino: lo masculino no como músculo, sino como mente y, claro, como espíritu. La eterna ley de los opuestos que no sólo se complemetan, sino que se sostienen. El árbol que alza sus ramas al cielo, hunde sus raíces en el infierno. Cada sabio con su satán. Cada Cristo con su Anticristo. Cada vida con su muerte. El muerto pare al santo, aseguran los sacerdotes yorubas y llevan tal vez mucha razón en ello.

No Bretón, pero Martí fue en el plano masculino, lo que la Avellaneda en el femenino, hombre cabal, total, absoluto, varón entero, arriba y abajo, por delante y por detrás, en lo físico y en lo espiritual, y si la Avellaneda encarnó el arquetipo femenino, Martí encarnó el arquetipo masculino, del Hombre, del Homagno, como el mismo lo denomina en un poema, y tal cual la Avellaneda, Martí, para arribar a ese punto tendría que, como en el mandala, acceder a la circularidad, a lo completo, a lo complejo, quiere decir, al otro lado, y ello, por enrevesado que parezca, implica también, y sobre todo, que tuviese que incorporar lo femenino. No por gusto ambos fueron pródigos y desdichados en amores. No podía ser de otra forma porque dos fenómenos, dos monstruos de la especie no pueden coincidir, como no pueden coincidir dos astros en una misma órbita; bastante es ya que nacieran ambos en una misma isla y en un mismo siglo. Los astros obligados están a vagar en soledad, a proyectar su sombra, una sombra del tamaño de su luz, estrella que ilumina y mata, al decir martiano. Ni María Granados, la famosa Niña de Guatemala, ni María Mantilla o Carmen Zayas-Bazán, algunas de las mujeres de Martí, podían estar a la altura de soportar la alternancia de su luz y sombra. Ni Ignacio de Cepeda, ni Gabriel García Tassara o Domingo Verdugo, algunos de los hombres de la Avellaneda, podían estar a la altura de soportar la alternancia de su luz y sombra. Martí tuvo un hijo que casi nunca vio. La Avellaneda tuvo una hija que antes de llegar al año murió.

La propia escritora en carta a Cepeda, que se ha conocido como su autobiografía, confiesa: "… yo sospeché entonces lo que después he conocido muy bien: que no he nacido para ser dichosa, y que mi vida sobre la tierra será corta y borrascosa". Lo que aplicaría también a la vida de José Julián Martí Pérez, cuya obra por demás sobra de alusiones a la muerte, el dolor y el sacrificio.

La verdad podría ser que Tula no fue muchas de las cosas con que la posteridad, interesadamente, la ha premiado. No sería una activista antiesclavista ni, mucho menos, una precursora del feminismo como muchos nos quieren hacer ver. Su novela Sab resulta por su tema, evidentemente, antiesclavista, la primera antiesclavista de nuestro ámbito, aunque, al decir del erudito Max Henríquez Ureña, el propósito que la animó a escribirla no fue precisamente el de librar una campaña abolicionista, ni mucho menos, sino el de dar vida, en una narración sentimental, a cuadros y escenas basados en los recuerdos de su Camagüey natal. Si eso ayudó, como se ha afirmado, a incentivar el pensamiento abolicionista entre los intelectuales isleños de su tiempo, ¡felicidades!, pero no era lo que buscaba. Lo que buscaba, como todo buen prosista, era crear un personaje creíble en circunstancias creíbles. Por otra parte si su trato con los hombres, sexual y sentimental, resultó ciertamente liberal, rebelde y desenfadado para su pacato tiempo. No hay en ello, ni por asomo, nada que recuerde lo que después fue el feminismo. Todo lo contrario, no había en La Peregrina el más mínimo deseo de trastocar lo que los progres llaman orden patriarcal. Lo que si había, y mucho, es el deseo de la búsqueda de la felicidad a toda costa y la valentía, eso sí, mucha valentía, para intentarlo una y otra vez, equivocarse una y otra vez, y arrostrar las consecuencias frente a un mundo de hombrecitos tan estúpidos e insensibles como lo fuera Tassara, al punto de que ni reconoció ni se preocupó por la suerte de la niña Brenhilde que engendrara en Gertrudis y que, ya sabemos, murió antes del año.

Cirilo Villaverde, ese otro grande, lo entendería cuando calificó a Sab no como una buena novela, ni como un alegato acerca de la opresión femenina, como tanto se ha repetido, sino como “un aporte estimable a la campaña de humanización en el trato a los esclavos”. Y fíjense que Villaverde escribe un aporte estimable a la campaña de humanización en el trato a los esclavos, no un aporte estimable a la campaña de eliminación de la esclavitud.

Quizá por ahí es que vayan los tiros de las motivaciones ideológicas que compulsaron a Martí a ser tan inusitadamente duro con la Avellaneda y al poco entusiasmo que le mostró el pensamiento progre de la isla, es decir, todo el pensamiento de la isla al menos desde la segunda mitad del XIX, al punto de que ni siquiera su amado Camagüey, ni en la República ni bajo el régimen marxista de Fidel Castro, le levantó nunca un monumento a ese orgullo no ya de la isla, sino de la lengua española de todos los tiempos. Probablemente el pecado de la Avellaneda es que nunca se sintió acomplejada, como después se puso de moda, de ser una dama, una integrante de la alta clase y una amiga del orden natural de lasa cosas. De ella el intelectual isleño Enrique José Varona dijo que la oiréis cantar a los imperios, al triunfo del cristianismo, a las fuerzas prepotentes y misteriosas de la naturaleza, que a la Avellaneda nada le mueve, sino lo que sobresale, lo que impone.

En el texto de la Avellaneda Una anécdota de la vida de Cortés se lee: “Hernán Cortés, una de las mayores figuras que puede presentar la historia; Hernán Cortés, que quizás no ha sido colocado a su natural altura (...) Hernán Cortés, tipo de su nación, en aquel tiempo en que era grande, heroica, fanática y fiera (...) Hernán Cortés, digámoslo en fin, debía tener y tuvo la suerte común a todos los genios superiores. Persiguíolo la envidia, afanóse por denigrarlo la calumnia, asecháronlo la deslealtad y la perfidia, abrigada en aquellos mimos corazones que aprendieron del suyo a no temblar jamás en tantos peligros de que reportaron juntos indestructible fama”. Lo que la Avellaneda dijo de Cortés es, inconscientemente tal vez, como si lo hubiera dicho respecto a sí misma. Como si Cortés fuera el lado masculino de la Avellaneda. Como si la Avellaneda fuera el lado femenino de Cortés, reencarnado siglos después en el Camagüey.

Ella misma confesó: "…Cuando comencé a tener uso de razón, comprendí que había nacido en una posición social ventajosa: que mi familia materna ocupaba uno de los primeros rangos del país, que mi padre era un caballero y gozaba toda la estimación que merecía por sus talentos y virtudes, y todo aquel prestigio que en una ciudad naciente y pequeña gozan los empleados de cierta clase…" Luego con la Peregrina ha ocurrido al menos un triple escamoteo ideológico, el del ninguneo, tan caro a nuestra estirpe, el del ataque frontal y, el más sibilino y el que habría aborrecido más, el de asimilarla demagógicamente a la ideología que sustenta el propio opinador o estudioso avelladentino.

Pero, más allá de escamoteos al uso, más allá de todo, lo cierto es que Gertrudis Gómez de Avellaneda, muerta un primero de febrero de 1873 en Sevilla (sola, a su entierro no irían más de doce personas, medio enloquecida, medio mística, intentando comunicarse con su hija en el más allá mediante sesiones mediúmnicas), sobrepasa su tiempo y arriba a la actualidad como una de las más señeras poetas del idioma español, como la más destacada dramaturga de cualquier tiempo en la lengua cervantina y, a qué dudarlo, como una prosista de peso. Alguien que, por otro lado gozó, también de los más altos galardones de las letras de su tiempo, del favor del público y la crítica, y, por si fuera poco, de la admiración, la estima, la amistad, y quizá la envidia, de figuras de la índole de José de Espronceda, José Zorrilla, José Quintana, Juan Nicasio Gallego y Fernán Caballero.

La vigencia de la Avellaneda es de índole tal que al presente existen círculos de escritores iniciáticos que la veneran, no ya como musa sino como diosa y, si ello no fuera bastante, su soneto Al partir parece premonitorio de la pesadilla que padece el país que un día le viera nacer en la decimonónica era, un verdadero decir de denuncia sobre turbas enfierecidas y obligadas migraciones que dura más de medio siglo. Echemos pues, para finalizar y por si las dudas, una ojeada al siguiente fragmento del mencionado poema.

¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!
¡Hermosa Cuba! tu brillante cielo,
la noche cubre con su opaco velo
como cubre el dolor mi triste frente.

Voy a partir… La chusma diligente
para arrancarme del nativo suelo
las velas iza y pronta a su desvelo
la brisa acude de tu zona ardiente.

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