El autor ofrece un catálogo de los animales que sirvieron de camuflaje al poeta
El grado de malestar que provoca la visión de un animal herido es proporcional al tamaño del animal. Aunque el insecto que cruje debajo de la suela de un zapato o recibe una rociadura de veneno sufre tanto como el caballo que recibe una cornada o el perro que agoniza tras ser atropellado por un automóvil, éstos siempre nos inspirarán más compasión que aquél. El parentesco también cuenta: el pez que muerde el anzuelo y, tratando de zafarse, se desgarra la boca no padece menos que el elefante que recibe un balazo o la ballena que chapotea atravesada por un arpón, pero éstos son mamíferos y la sangre, como la nobleza y los astros, si no obliga, inclina.
Un hombre capaz de identificarse con la agonía de una flor mascada por un caballo no puede haber sido insensible al sufrimiento de ningún animal, y en cualquiera que contemplara o imaginara aterrorizado o herido encontraría, además de una causa de pesadumbre, un reflejo de sí mismo, cuyo cuerpo y espíritu no habían salido ilesos del bregar con lo insoslayable, la vida, y un reflejo, también, de algo tan suyo como su cuerpo y espíritu: su poesía.
José Martí compara su verso con la crin revuelta de un caballo espantado al que un lobo, todo dientes y uñas, acorrala contra unos troncos secos, pero advierte en el alboroto de esa crin una resolución de lucha, y ve al verso incorporarse
Como cuando el puñal se hunde en el cuello
De la res, sube al cielo hilo de sangre.
El verso que sigue y resume el poema es tan inesperado que desconcierta: Sólo el amor engendra melodías. No puedo leerlo sin que esas melodías se me antojen el modelo del hilo en cuestión, cuyo primer impulso no es derramarse sino ascender, como la crin del caballo que, más brava que él, encara la adversidad y se desdobla en poesía; sangre y verso ávidos de transformarse en música, el más hermoso de los medios concedidos al hombre en busca de trascendencia.
Las imágenes del caballo y los troncos, el protagonismo del verso y la sangre que garabatea el aire recuerdan al ciervo de Versos sencillos:
Mi verso es de un verde claro
Y de un carmín encendido.
Mi verso es un ciervo herido
Que busca en el monte amparo.
Tiende a relegarse la primera parte de la estrofa en beneficio de la segunda: lo animal, por las razones de familia a que he aludido, prima sobre lo vegetal. Pero no hay por qué desligar una mitad de la estrofa de la otra aunque la primera evoque un coto de naturaleza virgen, y la segunda, uno vulnerado. Una podría ser el reflejo de la otra: el ciervo manchado de sangre y el monte que lo cobija se asoman a uno de los lagos de las montañas de Catskill, donde se guareció Martí por indicación médica y escribió el libro, y ambos, ciervo y monte, contemplan sus imágenes difuminadas en el agua; el ciervo, no las flores del lugar, pone el carmín, y el monte, no la hierba, el verdor. La entrelínea que separa el segundo verso del tercero es la orilla; la primera parte de la estrofa, el lago; la segunda, la realidad que se retrata en él; la estrofa, un juego de espejos.
El hilo de sangre que remonta el aire también devuelve a Versos sencillos: Yo he visto al águila herida / volar al azul sereno…
Los temores de Martí son los mismos del animal salvaje que oye los ladridos de los perros y las voces de los cazadores invadir el bosque, o de la mascota que vive entre gente que la maltrata y sabe que cuando menos lo espere será blanco de una nueva agresión. Sólo que en el caso de Martí, la agresora es la existencia misma, realengo de la miseria humana, y la multiplicidad de rostros de que aquélla dispone le impide reconocer de quién procederá el próximo atropello. En Nueva York, ciudad que admiró y reprobó por su creciente brutalidad, Martí es un animal hostigado: Dicen que la nieve es necesaria en estas tierras invernosas para amparar del frío las semillas y las raíces de las plantas, más el ánima azorada suele verla con aquel espanto con que ve la gacela al cazador, y como ella de él, huye el alma de la nieve al bosque, al bosque de sí misma.
Esa huida hacia adentro sugiere la existencia de un refugio que Martí no relaciona con un espacio urbano sino con uno agreste. Tan hostil se le antojaba el entorno:
Como liebre
Azorada el espíritu se esconde,
Trémulo huyendo al cazador que ríe,
Cual en soto selvoso, en nuestro pecho.
El caballo es el ciervo, y el ciervo el águila, y el águila la gacela, y la gacela la liebre, y la liebre el gamo, y todos, él:
Yo sé de un gamo aterrado
Que vuelve al redil y expira,
Y de un corazón cansado
Que muere oscuro y sin ira.
Harto de hacerse pasar por ellos no faltará la ocasión en que abandone toda reserva y se muestre tal cual es: Un pobre gamo acorralado, eso soy yo, y huyo de los que se acercan como usted a mi corral con la mano llena de azúcar. (Carta a José María Vargas Vila) O: Vive el alma mía / Cual cierva en una cueva acorralada.
No es paradójico que los temores de José Martí no le impidieran renunciar a la seguridad de Nueva York y sumarse a las fuerzas que combatían en Cuba, desatendiendo toda advertencia y hasta toda lógica: su desaparición física podía atentar contra el éxito de la guerra convocada por él. Ni siquiera es paradójico que, dados esos temores, contraviniera las órdenes del general Máximo Gómez de permanecer a resguardo en el campamento, montara su caballo y galopara hacia la línea de fuego. No temía la muerte, sino la vida.