El autor reúne algunos de los toros sacrificados en la obra de José Martí.
Regalar el corazón de un animal como si se regalara el propio, y no satisfecho con regalarlo atravesarlo con un arma blanca y cuidar que ambos, arma y músculo, lleguen juntos a su destinataria, una dentro del otro, es una prueba de amor capaz de estremecer a la mujer más indolente, máxime si el animal es un toro, es decir, una mole viva. La violencia practicada al instante de sacrificarlo y destazarlo debe entenderse como proporcional a la pasión del amante, a las fuerzas que anhela volcar sobre quien lo encandila.
Es difícil imaginar a José Martí enfrascado en semejante acción. El dolor humano nunca se le antojó mayor que el animal, al contrario, al punto de que, a veces, recurrió a éste para explicar el suyo; explicárselo a sí mismo en la privacidad de un cuaderno, aunque el apunte supusiera una interlocutora: Y me arrancaré tu amor que me duele, como un zorro cogido en una trampa se amputa con sus dientes el miembro preso. Y me iré por el mundo sangrando, pero libre.
Sólo la certeza de que el amor lo explica todo puede haberle llevado a exonerar a un compatriota que, no sabiendo cómo dar testimonio irrefutable de la magnitud de sus sentimientos, inmoló a un toro y le extrajo aquella víscera que, maltrecha, mejor pintaría su estado de ánimo:
Hubo en tierras de Cuba un magnífico semisalvaje que comía peces y todo género de carnes crudas, que no conoció la obra de las leyes, y ni acató ni violó jamás ninguna; que dio un hijo a la tierra; a su pueblo, un soldado; y a una mano impía que no lo preservó, su vida en un libro; que huía, llegada la noche, de las moradas de los hombres, cual noble ciervo de traidora trampa; y decía en altas voces que iba en busca de su “palacio azul”; que amó a los niños y a su caballo, y odió a los malvados; que se prendó una vez de dama altiva, y abatió un toro, le arrancó el corazón, clavó en él un cuchillo, y envió el presente a la dama como palabra de su amor (…)
No hay condena al amante, al contrario, y el retrato suyo que se nos ofrece aún palpita, como el toro en trance de expirar. El retrato es, en realidad, el corazón del toro extraído de cuajo y puesto, todavía caliente, sobre una hoja de papel o dentro de la pantalla del ordenador al que ahora nos asomamos. Hay párrafos de Martí donde más que literatura hay criatura, donde el texto nace, no se escribe, y lo que parece animarse delante del lector, y respirar entrelíneas, jadear más bien, y arrojarle su aliento al rostro --como el buey que Rubén Darío viera echando vaho un día / bajo el nicaragüense sol de encendidos oros-- no es el lenguaje sino un ser vivo que pugna por manifestarse y abrirse paso hasta él.
Los toros de Martí no salen ni saldrán del ruedo mientras exista la lidia, porque saben que sólo ilustrando lo que él denuncia podrán contribuir a que el hombre moderno se deshaga del bárbaro que aún lo habita. Martí, que identificó su verso con un ciervo herido, no podía menos que condenar a aquéllos que, armados de banderillas, picas y estoque, se recreaban atormentando a un animal, y a aquellos otros, igualmente feroces, que los aplaudían:
(…) ¿puede un pueblo que ama la sangre de la corrida de toros, que lleva a la esposa y a la hija a ese espectáculo cruel de arena roja, que llena el aire de gritos por la agonía del toro moribundo, puede un pueblo así convertirse en un pueblo industrioso y pacífico?¿Puede verse con tanta frecuencia la sangre sin que se le entre a uno por los ojos? Esa sociedad de toros, ¿no hace toros a los hombres? Ojalá que pronto alumbre el día en que ninguno de sus hombres independientes y orgullosos llegue al hogar en busca del reposo del vivir, y oiga las palabras de una mujer que hace poco exclamó al ver en la plaza a un toro partir en dos un caballo muerto: "¡Jesú, qué toro tan divino!"
(…) lo de herir por herir y habituar alma y ojos de niños, que serán hombres, y mujeres que serán madres, a este inútil espectáculo sangriento, ni arrogante, ni animado, ni hermoso es.
Martí no escatima detalles a la hora de describir la atrocidad de una corrida. Más que contar, sienta al lector en las primeras gradas de la plaza y no sólo lo fuerza a ver lo que sucede en el ruedo sino a oír y a oler, mientras la multitud enardecida celebra la infamia:
A veces el banderillero se coloca casi entre los cuernos de la bestia enfurecida, con la nariz del animal a sus pies, y lanza los dardos sobre su carne temblorosa. El toro ruge y brama. Embiste, retrocede, se detiene, carga y vuelve a cargar, y finalmente se mueve alrededor de la arena, su gran lomo cubierto con los penachos de los dardos clavados en su cuello. Hay que matar más caballos. Aunque las patas débiles del toro apenas puedan sostenerlo, aunque los chorros de sangre corran de su cuerpo, y aunque llene la plaza con sus bramidos de dolor, una banderilla de fuego es arrojada contra su cuello. Al penetrar el dardo en la carne se enciende la “baqueta”. El olor de carne quemada llena el aire y un humo negro sube en espirales del cuello ensangrentado. El bramido del infeliz animal se vuelve horrible. Algunas veces el toro se echa en la arena y se niega a seguir luchando. Entonces se acerca un hombre con una afilada hoz, atada a un palo, y en medio del aplauso del gentío le corta las rodillas y las piernas al animal. Saltan lágrimas de los ojos enrojecidos. El toro caído trata de levantarse. Se arrastra por el suelo. Quiere vivir aún, pero lo rematan con cuchillos.
Echa uno de menos los toros que pastan en Meñique, la versión del cuento de Édouard René Lefèvre de Laboulaye hecha por Martí para La Edad de Oro:
Mi padre tiene tantas tierras que una ternerita de dos meses que entra por una punta es ya vaca lechera cuando sale por la otra.
—Eso no me asombra, —dijo la princesa. En tu corral no hay un toro tan grande como el de mi corral. Dos hombres sentados en los cuernos no pueden tocarse con un aguijón de veinte pies cada uno.
—Eso es una bicoca,-- dijo Meñique. La cabeza del toro de mi casa es tan grande que un hombre montado en un cuerno no puede ver al que está montado en el otro.
El toro que se detiene, exhausto, en medio de la arena despiadada, bañado en sangre y sudor, con un puñado de banderillas saltándole del lomo, salpicando el traje de luces y el capote insolentes, y mira al graderío que vocifera y exige su aniquilación, es hermano profundo de José Martí:
Miro a los hombres como montes; miro,
como paisajes de otro mundo, el bravo
codear, el mugir, el teatro ardiente
de la vida en mi torno: ni un gusano
es ya más infeliz: ¡suyo es el aire,
y el lodo en que muere también es suyo!
Siento la coz de los caballos, siento
las ruedas de los carros; mis pedazos
palpo (…)
Y es imagen, a pesar de su corpulencia, del propio escritor y de su álter ego más leve:
Mi verso es un surtidor
que da un agua de coral.