Han pasado sesenta años. Fulgencio Batista murió en 1973. Fidel Castro se fue en noviembre de 2016. Raúl Castro, quien tomó su sucesión en 2006, abandona el poder a una edad venerable: ochenta y seis años. La revolución cubana se va apagando por falta de combatientes. El periodo prerrevolucionario, por su parte, desapareció de la memoria. O fue deformado, simplificado hasta el extremo, sepultado bajo montones de calumnias y de improperios. El régimen instaurado por Batista el 10 de marzo de 1952 no había sido un modelo de democracia, al contrario de lo que él mismo proclamaba, pero tampoco un sistema totalitario destinadoa orientar todos los pormenores del modo de vivir y de pensar de sus conciudadanos. No fue la encarnación del Mal. El Bien se debía de ser revolucionario. Pero, con el tiempo, los guillotinados enterrados en el cementerio de Picpus en París durante la revolución francesa acabaron por tener razón contra Robespierre, los Romanov fueron rehabilitados a pesar de su asesinato por Lenin, los zeks del Gulag y Solzhenitsyn le sobrevivieron a Stalin, los intelectuales enviados al Laogai echaron abajo de la revolución cultural china, los boat people vietnamitas se volvieron los acusadores permanentes de Ho Chi Minh, los sacrificados del S21 hicieron un monstruo de Pol Pot y de sus Jemeres Rojos, los sindicalistas polacos de Solidarnosc sepultaron a Jaruzelski, Vaclav Havel relegó en el olvido la entrada de los tanques soviéticos en Praga y la “normalización”. Algún día, los balseros y los disidentes destruirán también los mitos creados alrededor de Fidel Castro y de Che Guevara. En el exilio, no en la isla donde cualquier investigación o voz discordante se ve reducida al silencio, sus relatos permiten reconstruir desde ahora otra historia. La de “Bobby” Batista es una de esas voces, que se revela fundamental por tratarse de uno de los protagonistas directos de la tragedia cubana, aunque fuera todavía un niño, en medio del ciclón. No es la única: otros niños y adolescentes vivieron dramas destructores, a veces mortales. Sus palabras son la antítesis de la ficción “romántica” de esa revolución predadora.
Todos los cubanos, sin excepción, fueron proyectados en una aventura a la que no estaban preparados para nada. El país entraba, para desgracia suya, en la historia universal, cuando antes, era sólo una isla en medio del océano, alejada de las miradas y de la opinión mundial. La indiferencia del mundo favorecía cierto desarrollo y una paz relativa. Con la llegada al poder del castrismo, en plena guerra fría, ya no quedó lugar para la despreocupación. Los conflictos políticos se apoderaron de todos y de cada uno de sus habitantes. Todas las familias cubanas conocieron una profunda quiebra, a veces en su interior, a menudo al ser condenadas al exilio en su totalidad. Fue lo que ocurrió con la mía.
El colegio intervenido
En mi propia familia, hay sentimientos encontrados. Mi hermano David era adolescente cuando yo sólo era un niño. Mucho más tarde, en Francia, ejerció de oncólogo. Atendió a innumerables pacientes, entre ellos a cubanos de cualquier edad y opinión, ya fueran partidarios del régimen castristas o exiliados, sin, por supuesto, la más mínima diferencia de trato en el intento de curar su cáncer. Después de décadas de exilio en París, me cuenta, volviendo sobre ese periodo: “Yo estaba choqueado por esas fotos obscenas de cadáveres que salían en la prensa, sobre todo enBohemia. Veía la imagen de aquel hombre ejecutado cuya cabeza aparecía en primer plano, con el tiro en la sien y los ojos desorbitados. Pero se hablaba de los “veinte mil muertos” de Batista, de matanzas comparables a las de la Segunda guerra mundial. Habían pasado apenas quince años desde entonces. Nuestros padres, simpatizantes comunistas, apoyaron a Fidel Castro al principio. El país cambiaba a gran velocidad, prometiéndole una luz de esperanza a la población y también a ellos, que habían huido del nazismo. Sus sentimientos eran contradictorios. Nuestro padre era funcionario en el ministerio de Industrias. Pero rápidamente tuvimos que enfrentar un sentimiento de temor difuso, que se apoderaba de todo el mundo, incluyéndonos a nosotros. Y mucha gente en nuestro entorno, hasta entre los que se consideraban como revolucionarios, se iba yendo del país.”
Durante la ceremonia fúnebre, celebrada en 2017 en el crematorio del cementerio del Père Lachaise, de uno de nuestros amigos de infancia, Bigelman, exiliado al igual que nosotros, quien desgraciadamente llegó a ser uno de sus pacientes, mi hermano resumió así nuestra partida de la isla: “Vivimos allí bajo su cielo azul hasta que el cielo se volvió de plomo.” Esas palabras son parecidas a las de “Cuando salí de Cuba”, el himno nostálgico común a todos los cubanos del exilio.
Recuerdo que, durante mi niñez, jugué con imágenes de los guerrilleros triunfantes, que habían sustituido las de nuestros jugadores de pelota, de base-ball, favoritos. Pero lo que más me marcó fue el trastorno que se produjo en nuestra escuela, un colegio privado situado en la estación balnearia de Guanabo, al este de La Habana. Mi hermano, quien vivió los acontecimientos de forma más consciente, se los rememora con dolor: “Llegaron unos milicianos para tomar el control del colegio Newton. Su director, Joaquín Clavería, estaba frente a los interventores que le habían dado la orden de abandonar el lugar. Su hija iba y venía con pasos rápidos, girando alrededor de él, como para protegerlo. Nos dijeron que nos podíamos ir si no estábamos de acuerdo con la intervención. Me quedé. Hoy día, me arrepiento de eso.”
Joaquín Clavería, el director destituido, tomó por supuesto el camino del exilio, donde falleció en 2003. Antes de morir, había escrito un libro contra el comunismo,[1] recordando la construcción y el desarrollo de su obra, su colegio, que también era el nuestro. A mí se me quedó grabada una terrible escena: la de una maestra a quien los alumnos insultaron e humillaron porque había decidido abandonar el país. Salió del aula llorando. Al día siguiente, un joven ya la estaba sustituyendo, pero se contentaba con sonreír, sin pronunciar palabra. Había sido enviado al frente pero no estaba formado para ello ni para dar clases siquiera.
La mayor parte de los niños que habían “repudiado” a la maestra fueron abandonando la isla más tarde, poco a poco. Leí en un libro, escrito por un periodista canadiense que se oculta bajo un pseudónimo porque no quiere ser identificado por las autoridades castristas, que podrían prohibirle volver a Cuba (¿le resultaría tan grave, por cierto?), que el 90% de la población de Guanabo salió hacia el extranjero.[2] En ese porcentaje hay que incluir a mi familia, la que, sin embargo, había apoyado la revolución, con una mezcla de entusiasmo y de miedo. Lo dejamos todo, incluso nuestro apartamento, que desde entonces estuvo ocupado por un oficial de la Seguridad del Estado, la policía política, con su esposa y sus hijos, como premio sin duda a sus actos de represión y de chivateo, una práctica generalizada en la isla. El castrismo se construyó no sólo por oposición a Batista, sino también deshaciéndose de parte importante de su población, millones de cubanos exiliados para siempre.
Niños destrozados, asesinados o adoctrinados
Las experiencias del exilio cubano son múltiples pero hay una particularmente dolorosa: la de los “Pedro Pan”, más de catorce mil niños enviados solos por sus padres, entre diciembre de 1960 y diciembre de 1962, a Estados Unidos en vuelos de la compañía Pan Am, por miedo al adoctrinamiento comunista, cada vez más evidente a medida que las escuelas católicas y privadas iban siendo intervenidas. La expropiación del colegio Newton empujó a los padres de José Manuel Linde, uno de mis condiscípulos, a mandarlo a la Florida. Fue también el caso, entre mis amistades, de la narradora Nilda Cepero, cuyo abuelo se suicidó al enterarse del proyecto de separación definitiva con su nieta, o de Olga Nodarse, esposa de Raúl Eduardo Chao, quien se dedica hoy día a recuperar la historia prohibida, la de la Cuba de antes de la revolución. En los Estados Unidos, los “pedropanes” eran acogidos por familiares suyos, si tenían alguno, pero la mayor parte de las veces eran alojados en instituciones católicas o en orfanatos. A menudo pasaron años separados de sus genitores, que sólo pudieron reunirse con ellos mucho más tarde, en función de la buena voluntad, siempre arbitraria, de la administración castrista, o no los volvieron a ver nunca más. ¿De quién fue la culpa? La propaganda revolucionaria pretende hacer creer que esas salidas estaban motivadas por los rumores que afirmaban que se les iba a retirar la patria potestad en provecho del Estado, lo que no se cumplió. Los niños y adolescentes, no obstante, fueron enviados a la “escuela al campo”, donde perdieron el contacto durante largos meses con sus familiares y fueron sometidos a un verdadero lavado de cerebro. En otros tiempos, la desesperación de esas familias era inimaginable. Nadie pensaba, bajo las anteriores dictaduras, inculcarles a los jóvenes cubanos ningún tipo de ideología. Todas las soluciones eran -y son- válidas para escapar, sobre todo la huida, arriesgando su vida.
Numerosos niños murieron -unos veinte sobre treinta y siete víctimas- con sus padres, cuando éstos intentaron llevarlos con ellos en su fuga, para salir de la miseria y, sobre todo quizás, del adoctrinamiento. Fue lo que ocurrió el 13 de julio de 1994, cuando el remolcador 13 de marzo, que llevaba a bordo a decenas de fugitivos, fue perseguido, después de haber logrado salir clandestinamente de la bahía de La Habana, por otros remolcadores, manejados por pilotos progubernamentales, que dieron vueltas alrededor del barco en fuga y enviaron al mar, a golpes de chorros de agua, a esa pobre gente que imploraba compasión. Todo eso ante los ojos de parte de la población habanera que, desde el Malecón, podía ver el horror de lo que ocurría. En Miami, en 2006, tuve la oportunidad de encontrarme con uno de los sobrevivientes, Sergio Perodín, quien perdió durante el ataque a su hijo de once años, Yaser, y a su esposa, Pilar. Me contó, a sabiendas de que, a pesar de todas las gestiones emprendidas por los que lograron escapar a la muerte, que será difícil de que haya justicia: “Tiene que haber justicia. Otra de las grandes barbaries del gobierno cubano es que ellos nos asesinaron a nuestras familias y después nos secuestraron los cadáveres. A nosotros nunca nos han entregado los cadáveres de nuestros familiares.” Recogí también el testimonio de Jorge Antonio García Mas, quien no embarcó en el remolcador porque prefirió dejarle su lugar a otros más jóvenes. Se arrepintió. En el ataque perdió, en efecto, a catorce miembros de su familia. Mientras iba recordando sus nombres uno a uno, tuvo que parar, con un nudo en la garganta. Él también reclama una justicia que no vendrá, al menos a corto plazo: “Y aunque no albergo sentimiento de venganza ninguno, sí pienso que tiene que hacerse justicia. Yo no soy Dios para perdonar.”[3]
Fidel Castro no reconoció, naturalmente, su responsabilidad por esos crímenes. Al contrario: para él, los culpables de su terrible suerte eran los mismos fugitivos.
Demostró nuevamente un cinismo a toda prueba en el momento del “caso Elián”, el “niño balsero”, cuya madre, Elizabeth Brotons, y padrastro se ahogaron en 1999, al intentar alcanzar, con cerca de otras veinte personas, las costas de la Florida a bordo de una embarcación de fortuna que acabó por hundirse. El niño fue milagrosamente salvado de las aguas por unos pescadores. Fue albergado por exiliados miembros de su familia paterna. Pero, a través de su padre, Juan Miguel González, que se había quedado en Cuba, simple marioneta entre sus manos, el Comandante en jefe movilizó a toda la nación contra el exilio de Miami, haciendo de la recuperación del niño una gran causa revolucionaria. La administración americana de Bill Clinton , por intermedio de la attorney general Janet Reno, cedió a la reivindicación del padre (¿Juan Miguel o Fidel?) y sacó, en una violenta operación de tipo militar, en abril de 2000, al niño del domicilio de los familiares que lo habían adoptado. Desde que volvió a Cuba, Elián sólo aparece en público para cantar las virtudes del ilustre difunto. Visiblemente traumatizado, se olvidó de que su madre había entregado su vida para ofrecerle la libertad.
Todos nosotros hubiéramos podido conocer la suerte de uno u otro de aquellos niños. Sin embargo, por obra del exilio, que no es solamente una desgracia, pudimos disfrutar la libertad, alejados del odio propagado por el castrismo, que nos trata de “gusanos”, a los que hay que aplastar por todos los medios. Y podemos hablar sin tabú, analizando sin ojeras ideológicas, a pesar de nuestras diferencias, la historia de Cuba.
- [1] Joaquín Clavería: Las terribles consecuencias del Manifiesto comunista. Miami, Ediciones Universal, 2003.
- [2] Ludo Mendès: Cuba no. La parole aux oubliés. París, Ring, 2013, pp. 48-50.
- [3] Testimonios recogidos por Jacobo Machover: El libro negro del castrismo. Miami, Ediciones Universal, 2009, pp. 161-173.
[Reproducimos el epílogo de "Los últimos días de Batista" por cortesía de su autor Jacobo Machover]