Cuando fue arrestado en La Habana a finales del 2009, Alan Gross, un subcontratista de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, estaba ayudando a la comunidad judía de Cuba a obtener un mejor acceso a Internet, detalla el informe del New York Times.
El año pasado (2011) un tribunal cubano encontró a Gross culpable de participar en un "proyecto subversivo del gobierno de Estados Unidos que tenía como objetivo destruir la revolución mediante el uso de sistemas de comunicaciones fuera del control de las autoridades", y lo condenó a 15 años de prisión. Desde entonces él ha estado languideciendo en un hospital militar. Su abogado afirma que ha bajado más de 100 kilos y sufre una artritis severa. En un gesto de misericordia, el gobierno cubano debe liberar a Gross.
Tenemos la esperanza de que cuando el Papa Benedicto XVI visite la isla la próxima semana, inste a hacerlo a su gobernante, Raúl Castro. El Papa debe presionar al líder cubano para que ponga fin al acoso contra los disidentes, y hacerle saber que el mundo no ha olvidado el anhelo de libertad del pueblo cubano.
Sólo en un país represivo como Cuba los esfuerzos del Señor Gross pueden caracterizarse como una amenaza para el Estado. El pleno acceso a la información y las comunicaciones es un derecho humano. Gross mistificó su propia identidad cuando entró al país con una visa de turista e ingresó equipos de comunicaciones sin licencia. No obstante, una sentencia de 15 años por esas contravenciones es absurda e inhumana.
Cuba ha tratado de utilizar a Gross como ficha de cambio para que Estados Unidos libere a los cinco hombres declarados culpables en 2001 de espiar a exiliados anticastristas. No hay comparación, pero alguna avenencia debería ser posible. Uno de los cinco, René González, está en libertad condicional, y ahora una juez federal en Miami ha accedido a que regrese a Cuba por dos semanas para visitar a un hermano que tiene cáncer. Las autoridades cubanas deben permitir inmediatamente a Gross que vuelva a a los Estados Unidos para visitar a su madre, que tiene cáncer. Una vez que los dos hombres estén en sus respectivos países, debería negociarse un acuerdo para que permanezcan en casa.
El año pasado (2011) un tribunal cubano encontró a Gross culpable de participar en un "proyecto subversivo del gobierno de Estados Unidos que tenía como objetivo destruir la revolución mediante el uso de sistemas de comunicaciones fuera del control de las autoridades", y lo condenó a 15 años de prisión. Desde entonces él ha estado languideciendo en un hospital militar. Su abogado afirma que ha bajado más de 100 kilos y sufre una artritis severa. En un gesto de misericordia, el gobierno cubano debe liberar a Gross.
Tenemos la esperanza de que cuando el Papa Benedicto XVI visite la isla la próxima semana, inste a hacerlo a su gobernante, Raúl Castro. El Papa debe presionar al líder cubano para que ponga fin al acoso contra los disidentes, y hacerle saber que el mundo no ha olvidado el anhelo de libertad del pueblo cubano.
Sólo en un país represivo como Cuba los esfuerzos del Señor Gross pueden caracterizarse como una amenaza para el Estado. El pleno acceso a la información y las comunicaciones es un derecho humano. Gross mistificó su propia identidad cuando entró al país con una visa de turista e ingresó equipos de comunicaciones sin licencia. No obstante, una sentencia de 15 años por esas contravenciones es absurda e inhumana.
Cuba ha tratado de utilizar a Gross como ficha de cambio para que Estados Unidos libere a los cinco hombres declarados culpables en 2001 de espiar a exiliados anticastristas. No hay comparación, pero alguna avenencia debería ser posible. Uno de los cinco, René González, está en libertad condicional, y ahora una juez federal en Miami ha accedido a que regrese a Cuba por dos semanas para visitar a un hermano que tiene cáncer. Las autoridades cubanas deben permitir inmediatamente a Gross que vuelva a a los Estados Unidos para visitar a su madre, que tiene cáncer. Una vez que los dos hombres estén en sus respectivos países, debería negociarse un acuerdo para que permanezcan en casa.