Aunque la Revolución comandada por Fidel Castro pretendió darle al triunfo un ligero cariz religioso, muy pronto la creencia en un ser superior se convirtió en el enemigo más temido de la insurrección triunfante.
Los ataques verbales contra la Iglesia en general y la Católica en particular se incrementaron, los feligreses empezaron a ser acosados y aquellos que no tenían una profunda fe cedieron ante la presión. Sin embargo, un número importante de fieles, a pesar de que la represión aumentaba y la discriminación se acentuaba, mantuvieron su compromiso religioso siendo uno de ellos el joven Arnaldo Socorro.
Socorro era natural de Unión de Reyes, Matanzas, pero en su adolescencia la familia se trasladó para la capital de la Isla. Una beca le dio la oportunidad de estudiar en el Colegio de Belén donde se incorporó a la Juventud Obrera Católica, en la que militaba cuando el 10 de septiembre de 1961 fue convocada una procesión con la imagen de la Patrona de Cuba Nuestra Señora de la Caridad del Cobre.
La procesión partiría desde la iglesia de La Caridad, bajo la guía del entonces Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de La Habana, Monseñor Eduardo Boza Masvidal, uno de los más valientes críticos del régimen castrista, quien fuera expulsado de Cuba una semana después con otros 130 sacerdotes.
Arnaldo fue hasta la iglesia para participar en una procesión religiosa que indudablemente era una expresión de rechazo al gobierno. En el lugar supo que las autoridades habían prohibido el evento, sin embargo, al igual que miles de personas, permaneció frente a la Iglesia para exigir que sus derechos fueran respetados, cobijado con una imagen de la Virgen marchó a la cabeza de los centenares de personas que decidieron seguirle, dando vivas a Cristo Rey, a la Virgen y a la libertad, tal como en ese momento muchos de los jóvenes fusilados por la dictadura lo gritaban frente al paredón de fusilamiento.
El coraje de Socorro no sería respetado por el régimen y sus sicarios. Un esbirro, consciente de su impunidad, descargó su metralleta checa en su contra, el joven cayó al suelo mortalmente herido.
Tenía 17 años cuando fue asesinado, pero a la falta se sumó como bien afirma el periodista Julio Estorino, “el crimen y el ultraje”, al régimen proclamar que el joven asesinado era un revolucionario que había ido al lugar de los sucesos para impedir un acto de "los esbirros con sotana", como identificaba el castrismo a los sacerdotes católicos.
El asesinato le fue achacado al sacerdote Agnelio Blanco quien en el momento de los hechos estaba en la Isla de Pinos, otra cruel mentira en la amplia campaña de difamación del castrismo en contra de sus críticos.
Ahí no terminó la maldad. Oficiales de la Seguridad del Estado fueron a la casa de Arnaldo Socorro, amenazaron a la familia y lo enterraron como un combatiente asesinado por la contrarrevolución, sin duda alguna, la dictadura invistió a otro cubano con su crimen, como mártir de la Patria.