Señor Presidente,
Desperté temprano en la mañana del domingo para enterarme de una noticia común en la Florida: dos navegantes habían perdido la vida en un accidente. En ese momento sus nombres no eran conocidos.
Sucede muy a menudo en la noche y en esta época del año. Un par de horas después, mientras conducía hacia la iglesia, me pasaron un mensaje de texto que no pude leer hasta que nos estacionamos. Decía que el pitcher Todos Estrellas de los Marlins de Miami había perdido la vida en un accidente marítimo, y de inmediato lo relacioné con el (anterior) accidente. Comprendí que los tres navegantes habían perdido la vida.
Su muerte, con tan sólo 24 años de edad, no sólo ha devastado a su familia, sino que también ha tenido un extraordinario impacto en nuestra comunidad. Ha estremecido a los Miami Marlins, tanto a la organización como a sus aficionados. Ha conmocionado a Tampa, Florida, donde jugó al nivel de secundaria, y a las comunidades del sur de la Florida donde vivió y dejó su huella.
Ha tenido un profundo efecto en las comunidades de inmigrantes y, por supuesto, en todo el mundo del béisbol. Su talento era incuestionable, aunque sólo tuvo una breve, pero brillante carrera en las Grandes Ligas.
Había jugado apenas un año. En los últimos dos años él se había lesionado, había regresado y había tenido un año mejor que el 2013, cuando fue elegido Novato del Año. Era un joven destinado a una distinguida carrera que yo creo lo habría llevado al Salón de la Fama, y quizás a lo largo del camino a un par de campeonatos.
Pero es interesante cómo su impacto ha ido mucho más allá de lo que se podría pensar de un jugador de béisbol.
¿Por qué la muerte de este joven ha llevado a tal desbordamiento de muestras de dolor por una comunidad? No se habla de otra cosa. Para entenderlo usted tendría que entender su historia.
No conocí a José Fernández, y sin embargo siento como si lo conociera. Así es como se sienten millones de personas. Nunca lo conocieron, pero sienten que lo conocían. Y sienten que lo conocían porque su historia, su familia, su pasión, es a fin de cuentas nuestra historia. Como cubano-americanos, como estadounidenses.
En estos momentos la mayor parte de la Nación ya ha visto los tributos y las conmemoraciones a José, las imágenes de lo que logró en el terreno de juego y la manera en que le conocieron la mayoría de los aficionados al béisbol, como José Fernández, el pitcher con dominio, el fenómeno, el Novato del Año, el dos veces Todos Estrellas.
Como beisbolista, había pocos mejores que José. Pero fuera del terreno, como ser humano, hijo, nieto, compañero, vecino, yo creo que él era incluso mejor que todo lo que sabemos.
Nació en Santa Clara, Cuba, en un lugar donde se juega a la pelota con ramas y piedrecitas. Pasaba incontables horas bateando piedrecitas con ramas de árbol. Su madre lo llevó a un estadio de pelota, y a una temprana edad empezó a mostrar un talento especial.
Cuando ya era un adolescente, del mismo modo que más de un millón de cubanos en los últimos 50 años, José se enfrentó a una difícil alternativa. Después de 13 intentos su padrastro había desertado y se había labrado una vida en Tampa. Ahora, José podía quedarse en Cuba, un lugar que, hasta hoy, sigue siendo gobernado por un régimen despótico, dónde tu talento y tu trabajo sólo te pueden llevar tan lejos como lo decidan dictadores no electos.
O podía arriesgarlo todo por una oportunidad de tener libertad. Y corrió el riesgo. No en una, sino en cuatro ocasiones. Tan desesperado estaba por dejar aquella isla que se arriesgó a cruzar el Estrecho de la Florida en embarcaciones que apenas navegaron a unas millas de la costa. El gobierno cubano lo encarceló por tres meses.
Tenía 14 años de edad en aquel momento. Fue encerrado en una celda con delincuentes habituales. Un niño, entre los peores. Luego vino un cuarto intento. Pero en lugar de un breve y traicionero trayecto a Miami, escogieron un viaje más largo y peligroso a México.
En un momento, en el bote remecido por fuertes olas, escuchó que algo habia caido al agua. A unos 60 pies vio a alguien agitando las manos. No sabía quién era, pero saltó al mar para salvar a aquella persona. Fue solo cuando pudo acercarse que se dio cuenta de que quien había caído por la borda era su madre.
Recordaba como nadó hacia ella. Finalmente llegó a su lado. La calmó y le dijo: "Agárrate de mi espalda pero no me empujes hacia abajo. Si vamos despacio llegaremos".
Ella se aguantó de su hombro izquierdo. Con el brazo derecho ─por cierto, el de lanzar─ él braceó. Nadó 15 minutos de regreso al bote en medio de olas que luego describiría como 'estúpidamente grandes", y consiguió salvarse a sí mismo y a su madre. José tenía entonces 15 años.
Antes de que Estados Unidos conociera a José Fernández, antes de que sus lanzamientos le ganaran millones de dólares, contra todo pronóstico, con tan sólo 15 años de edad, el joven que iba a ser José se estaba revelando.
La parte más difícil de su vida aún estaba por llegar. Porque, como ocurre a tantos inmigrantes, sus primeros años aquí fueron difíciles. Pasó trabajos, se sintió abrumado. Estaba desamparado y solo y extrañando a su familia, especialmente a su abuela, a quien una vez llamó "el amor de mi vida".
Decía que fue el período más difícil de su corta vida, más duro que lo que pasó durante aquella época en Cuba cuando intentaba abandonar el país. Pero lo pudo superar, y eventualmente abrió sus propias avenidas como estrella del diamante en su escuela secundaria de Tampa. Los cazatalentos tomaron nota.
Antes del reclutamiento de las Grandes Ligas en 2011 los “scouts” publicaron un informe sobre él. Obtuvo una alta calificación por sus proezas deportivas. Lo que lo distinguía era la valoración de su aplomo y agresividad. "Exuda confianza." Nada de miedo. Y no era alarde o arrogancia. Era la clase de serena seguridad en sí mismo que proviene de un muchachito que había conocido la vida, y que sabía de la libertad y del cautiverio, y que había vivido más intensamente la vida a sus 19 años de lo que un niño debería.
Finalmente llegó a las Grandes Ligas con los Marlins y se pudo ver enseguida que estaba bendecido con un talento digno del Salón de la Fama, y con la ética de trabajo de la gente humilde, un niño que entendía y agradecía cuántas bendiciones había recibido.
Uno de los logros que más enorgullecían a José ─de hecho decía que era su mayor orgullo─ no provenía del diamante de béisbol. Lo sabemos porque él nos lo dijo. El año pasado José se convirtió en ciudadano de los Estados Unidos. Después de recibir la ciudadanía declaró: "Este es el más importante de mis logros. Ahora soy un ciudadano estadounidense. Uno de ellos. Desde ahora me considero libre. Agradezco a este maravilloso país por darme la oportunidad de ir a la escuela aquí, y aprender el idioma y lanzar en las Grandes Ligas. Es un honor formar parte de este país, al que respeto tanto".
José sabía. Él sabía cuán especial y afortunado y bendecido había sido él y somos nosotros. Él sabía cuán improbable había sido su viaje desde las ramas y piedrecitas en Santa Clara a las más brillantes luces del espectáculo, desde estar preso en Cuba hasta un equipo de las Grandes Ligas, de vivir una pesadilla comunista a vivir el sueño americano.
Es por eso que su muerte ha afectado a tantos, y tan duro. Porque la historia de José era nuestra historia. Porque recuerda a muchos en mi comunidad a alguien que conocen, a un hermano, un hijo, un sobrino.
José no sólo nos representaba a todos nosotros los que tuvimos la suerte de vivir nuestro sueño americano: representaba a muchos otros que nunca lo lograron, los que yacen en tumbas sin nombre a lo ancho del Estrecho de la Florida, los que enviaron a sus hijos a Estados Unidos esperando reunirse con ellos más tarde y nunca volvieron a verlos, los que perdieron la esperanza de que la vida en Cuba pudiera volver a ser lo que era.
Lo quisimos y nos enorgullecimos de él un poco más que la mayoría, pero José no pertenecía solamente a los cubano-americanos. Este joven de Santa Clara, Cuba, jugando al béisbol en el mismo equipo con peloteros de la República Dominicana, de Mobile, Alabama, de Panorama, California, José, era el orgullo de Miami.
Pertenecía a cada aficionado que adoraba verlo lanzar. Cuando Miami veía a José en el montículo veía algo más que un gran triunfo. Veíamos sus esperanzas, sueños y aspiraciones. Todo lo que somos y lo que podríamos ser, y nos decíamos: así debe ser el sueño americano. Y sí que era el sueño americano, vivo y saludable.
Por razones diferentes y en diferentes maneras este joven significó mucho para muchos de nosotros. Ahora, con la misma rapidez con que llegó a nuestras vidas, justo cuando empezaba a madurar y a desarrollar todo su potencial deportivo, justo cuando empezábamos a conocerlo, se nos ha ido.
En su momento de inimaginable dolor, quiero dar las gracias a su familia por haberlo traído a este mundo, por darle la crianza que lo convirtió en el hombre que era, y por alentarle a que, en su búsqueda, nunca se diera por vencido.