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Seguridad del Estado venda los ojos a periodista cubano camino a un interrogatorio


El periodista independiente Yoe Suárez en una foto de archivo. (Facebook)
El periodista independiente Yoe Suárez en una foto de archivo. (Facebook)

Agentes de la Seguridad del Estado de Cuba le vendaron los ojos al periodista independiente Yoe Suárez el lunes en La Habana para conducirlo a un interrogatorio. Radio Televisión Martí reproduce textualmente el testimonio compartido por el reportero bajo el título de La civilidad cansa: Crónica de una detención en el sitio Puente a la Vista

A las 11:30 de la mañana de este lunes fui detenido y conducido en un auto marca Geely gris plateado, con matrícula P035908, por el oficial René –"el compañero que me atiende"– y otro oficial que se presentó como "mayor Armando", ambos del Departamento de la Seguridad del Estado (DSE).

Ocurrió en plena vía pública, cerca de la entrada del reparto Náutico (municipio Playa). El oficial René me abordó, con la excusa de conversar, cuando yo estaba realizando una operación en un cajero automático, pero me negué a entrar al automóvil. En ese momento, el mayor Armando pidió mi carné de identidad y dejó claro que "iba a ser conducido". "Si quieres entras al carro o te pongo las esposas", dijo.

Este episodio rompe el mito de la cordialidad de los agentes del DSE. Detrás de una supuesta petición a hablar o a asistir a una “entrevista” reposa, presta para saltar, la coacción.

El auto tomó la 5ta Avenida, después la calle 17A hasta la rotonda de La Muñeca. Antes de continuar por la Avenida 25, el mayor Armando me pidió que me vendara los ojos con un paño verde. No debía ver a dónde íbamos. El auto aceleró y debe haber pasado el Centro Comercial El Pedregal antes de girar en L, ya en algún sitio del municipio La Lisa.

Al estacionarse, sentí abrirse la puerta y una mano buscando mi brazo. El oficial René me guió por lo que identifiqué como una puerta y sentí un cambio de temperatura. Cuando me pidieron retirar la venda estaba frente a unos muebles donde permaneceríamos sentados más de una hora. Al fondo se divisaba una mesa redonda con ocho sillones de oficina alrededor.

La esforzada amabilidad de ambos militares pasó de brindarme café y preguntar por la salud de mi familia a insistir en que les enviara mis trabajos para Diario de Cuba, que me reuniera con ellos para hablar sobre cosas “que queden fuera” de los trabajos que publico. Expliqué que mis textos pueden leerlos una vez publicados y que aquello que quede fuera de mis textos es porque la ética así lo indica o porque no viene al caso en el tema central.

La reiteración de los oficiales patinaba sobre la misma respuesta mía. Durante un buen rato me pregunté si no me explicaba bien al decirles que mi trabajo es netamente periodístico, que no haré nada fuera de eso.

Es laborioso ser cívico, cansa la civilidad. Tardo en enojarme, pero el mediodía y el estómago me pusieron a prueba un par de veces.

Me invitaron a almorzar. “Acostumbro a almorzar a la mesa con mi familia”. Me invitaron a llevarme la comida, aunque al salir la botara en un cesto. “La comida es sagrada para mí, no podría hacerlo”. Los argumentos patrioteros (“Tienes la oportunidad de hacer algo por Cuba”, “nosotros también queremos cambios, pero sobre el mismo sistema”) me invitaban a quedarme por segundos eternos en silencio. Bebí tanta agua…

“¿Cuándo nos vemos de nuevo? –preguntó el mayor Armando–. Para hablar ya de cosas que te inquietan y sobre las que podemos actuar. Para que nos digas, ‘mira, esto es una mierda’, ‘esto hay que cambiarlo'”.

Me pregunté en qué momento creyó que habíamos llegado a algún acuerdo o que yo quería verlo esta semana o en algún minuto de mi vida.

Empecé diciéndole que no eran de mi agrado esa clase de encuentros… Y el oficial René interrumpió: “Te citamos en la estación de Siboney y dijiste que no estabas a gusto ahí; te citamos en la empresa Cubatur de tu cuadra y ahí tampoco; ahora te traemos acá y es lo mismo. Parece que a ti lo que no te gusta es encontrarte con nosotros”. No hubo tiempo para felicitar a René por tan lúcida conclusión.

Salimos del local, yo con el paño verde tapándome los ojos. Pasada la rotonda de La Muñeca me ordenaron bajarlo. De ahí en adelante volvió la extraña familiaridad de los represores, cruelmente infantil, “el soy tu amiguito aunque no quieras”. Querían saber si tengo familia fuera del país, si mi esposa tiene pasaporte, si he pensado en emigrar.

El auto atravesó, en recta endemoniada, las calles vacías del reparto Cubanacán. Jagüeyes que tras décadas quebraron las aceras, cubren los portones de las embajadas y el Palacio de las Convenciones, donde el parlamento unicameral cubano alza aeróbica y abúlicamente los brazos. De la llave del auto que Armando conduce cuelga un llavero plástico con un rombo negrirrojo, y en el medio una estrella.

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