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El otro Martí

La tumba de José Martí en el Cementerio de Santa Ifigenia, en la ciudad de Santiago de Cuba.
La tumba de José Martí en el Cementerio de Santa Ifigenia, en la ciudad de Santiago de Cuba.

El autor identifica a la responsable y la exime de culpa...

La empatía de José Martí abarcaba las criaturas más diversas, no importa a qué reino pertenecieran, el animal, el vegetal e incluso el inanimado, y es asunto de una delicadeza tal que suele pasar inadvertido a sus admiradores y exégetas, amigos de lo solemne y sesudo, y más aficionados a la historia, los estudios literarios, los avatares de orden familiar y erótico, la hagiografía y, ahora, la iconoclasia, que a la necesidad de conocerlo allí donde el individuo no tiene que rendir cuentas a nadie y muestra u oculta su persona menos comprometida.

Hay un Martí soslayado que de haber nacido en un país más sensible a ciertas conquistas del espíritu hubiera gozado de una estimación cuyo origen no sólo estaría en su condición de héroe, mártir o apóstol, en las que, de tanto machacar, se ha llegado a producir hartazgo, sino en otra condición más sencilla y quién sabe si útil: su condición de maestro; maestro en el sentido más noble de la palabra, donde la sabiduría, más que provenir de un cúmulo hipertrofiado de información que se luce, llega a parecer innata, destilación sencilla de todo lo que al ser humano, en su manifestación más alta, le es dado ofrendar.

La muerte de José Martí en el campo de batalla sugiere una disposición a matar. Le rodeaba gente que, llegada la hora, no había tenido ni tendría escrúpulos en hacerlo. Él mismo, al dirigirse al encuentro con el enemigo, portaba revólver. La ferocidad de los sentimientos que le inspiraban los abusos perpetrados por las autoridades españolas destacadas en Cuba no está en tela de juicio. Pero ¿hubiera podido Martí matar a alguien? Y de hacerlo, ¿hubiera podido vivir con la conciencia tranquila? ¿Qué hubiera sentido este hombre, capaz de identificarse con la agonía de una flor al instante de ser arrancada del suelo y mascada por un caballo, ante la mirada de un moribundo o el cadáver de un hombre baleados por él?

Frans de Waal, autor de “La edad de la empatía”, libro que hubiera entusiasmado a Martí, vislumbra el inicio de una época regida por este sentimiento que comparten con el hombre otros animales, entre ellos, el chimpancé, el lobo y la orca. Si el biólogo holandés no se equivocara habría que extender la calidad de precursor de Martí a ámbitos muchos más universales que el estrictamente literario.

La preocupación de Martí por el bien común no discriminaba. Su “red social” era más amplia que cualquiera de las actuales: Y si mato una mosca, me pongo a discutir con mi conciencia si he tenido el derecho de matarla, anota en uno de sus cuadernos --es decir, allí donde otros no tenían acceso--, como intentando dilucidar esa incapacidad suya para infligir daño, aunque sólo se tratara de un insecto; incapacidad que lo priva de arrancar una planta porque a punto ya de hacerlo descubre en ella, o en lo que será de ella apenas la arranque, una compañera de infortunio: No la he de arrancar. Yo que muero de vivir sin raíces, no le quitaré las suyas. Quédese aquí para que consuele a otros, como me ha consolado a mí. La compasión por el reino vegetal y su identificación con él son tales que escucha quejarse a un árbol y advierte que esas quejas son parientas de las suyas, hijas de anhelos exactos: Me da angustia oír el crujido de las ramas sujetas a su tronco, porque así cruje a menudo mi alma sujeta a mi cuerpo.

Todo estaba vivo para Martí, y mucho, por estarlo, le inspiraba piedad. El pudor de que lo sorprendieran tan frágil en lo íntimo, tan extraño a la mayoría de quienes se movían a su alrededor, le aconsejaba hablar de sí mismo en tercera persona: Aquella alma que lo veía todo pleno de espíritu; espíritu en las paredes mudas, en las casas solitarias; que se apresuraba a consolar hasta las casas vacías, cuando creía haber dicho algo que pudiera entristecerlas… La piedad presidía, callada, sus relaciones: Las casas en fábrica me son tan familiares comos las desdichas de mi pueblo; siempre se me pintan en imágenes extrañas y nuevas las paredes a medio hacer, los fosos sombríos, las puertas boqueantes, los muros desiguales que se dibujan sobre el cielo oscuro como encías desdentadas.

No es sólo que el aire estuviera lleno de almas, como alguna vez intuyó, sino que todo se le antojaba una: Un pájaro, ¿no es un alma? Y esos sentimientos fraternos se agudizaban cuando esas almas perceptibles, corpóreas, se le revelaban en un trance: La flor ¿es alma en cierne, que sabe menos que el hombre, o es alma en pena, ya a punto de vuelo, que purga en la pelea --hermoseando, como todo lo que padece-- sus últimas culpas? Hay entre sus apuntes uno que tiene viso de autorretrato: Trata a las almas consideradamente, como un escultor el yeso.

La certeza de que todo merecía atención y finura en el trato, porque todo podía hacer alarde de ellas, no excluía a las palabras: Postrimerías. –Quiero a esta palabra de un modo extraordinario. La quiero como a una persona: me produjo un amigo.

Hay quienes sospechan que la muerte fue piadosa con José Martí, eximiéndolo de asistir al nacimiento de una república muy distinta a la que él imaginó y al espectáculo de un pueblo que rara vez ha estado a la altura de sus expectativas. La muerte bien pudo ser piadosa saliéndole al paso el 19 de mayo de 1895 y eximiéndolo, al dirigir el curso de las balas que lo alcanzaron, de la tragedia de que fuera él quien matara a alguien.

 "Vuelan despacio, en torno, las animitas" (José Martí). Fotografía: Tsuneaki Hiramatsu
"Vuelan despacio, en torno, las animitas" (José Martí). Fotografía: Tsuneaki Hiramatsu

El autor sugiere que cada cubano haga de sí mismo una cocuyera con el fin de orientarse y orientar a la nación

Habla el cielo de puro estrellado, escribe José Martí, y pienso en Kobayashi Issa, tan distante: Noche estival. / Las estrellas no cesan / de cuchichear, y en Eugenio Florit, tan cercano: Lo que dicen las estrellas / me tiene, Señor, despierto, / a más altas claridades, / a más disparados vuelos… No es que el oído sustituya a la vista: es que el oído ve y la vista oye.

Y pienso en la sala oscura de un hogar norteamericano donde, la noche de Navidad, Martí ve un árbol cargado de golosinas y juguetes que resplandecen a la luz parlanchina de centenares de velas de colores. Toda la gracia de la frase está en el calificativo designado a la luz: parlanchina. Quien ha visitado un templo y visto una multitud de velas votivas arder, sabe que sus llamas conversan, que se arriman las unas a las otras para susurrarse cosas, conscientes de que no es correcto alzar la voz en estos lugares y temerosas, quizás, de que la congregación y los santos, absortos en sus oraciones, escuchen su chachareo y las manden a callar o las soplen. Nada más impertinente que una tertulia dentro una iglesia y, hasta donde se sabe, las velas no se reúnen a rezar el rosario.

Las que arden cerca de las puertas son las más habladoras: a la primera ráfaga estiran el cuello para alcanzar con los labios el oído de sus vecinas, y aunque es imposible averiguar qué dicen, su alteración es obvia. Los gestos son los de una comunidad ante la amenaza del paso de un meteoro, el incendio de un bosque vecino o el avance de una civilización hostil. Llamar parlanchina a la luz es despojarla del carácter sobrenatural que suele atribuírsele, de toda presunción simbólica, y ponerla a celebrar vocalmente y en pandilla, a la manera de los niños, la Navidad. Imposible acercar la oreja a la llama de una vela sin retraerla chamuscada, y cualquier crepitación del pabilo tiene más de palabrota que de plegaria: recuerda las notas finales de una danza para piano de Ernesto Lecuona, Ahí viene el chino, donde el individuo en cuestión parece, más que hacer un comentario cortés, refunfuñar o maldecir.

La obra de José Martí está llena de luces, como si el autor, más que verlas, las presintiera en todas partes, incluso dentro del animal humano y del no humano. Un recorte de la prensa neoyorkina guardado dentro de uno de sus cuadernos de apuntes registra un hallazgo que él no discute: la carne de puerco podrida despide luz. Martí, además de conservar el documento, lo utiliza para advertir que la maldad puede pasar por virtud y manifestarse a la par que ésta.

La capacidad de hibernación de un roedor le recuerda las desventajas de los seres agitados e insomnes, y lo lleva a concluir: El hervor del espíritu aleja el sueño. –Los lirones truécanse en luces. Iluminan la fiesta cerebral. Las presuntas dotes del animal para transformarse en luz resultan tan enigmáticas como las de servir de alumbrado a una celebración cuyo escenario es la mente.

Basta que alguien aluda a la luz en términos desusados para que Martí considere digno de anotarse lo que escucha: Muélase un cocuyo: da una pasta luminosa que, puesta sobre la cara, luce. (Dice Serrano). El autor debe de haber anhelado la contemplación de un rostro ungido con esa pasta. Ninguno más apropiado que el de Thomas Alva Edison, donde la luminosidad de este insecto, lejos de cubrir la tez, se mezcla con la electricidad que, de tanto intimar con el inventor, acabó poseyéndolo y aflorando a sus ojos:

El misterio, es verdad, chispea en los ojos de Edison, su mirada se escapa, como la de los felinos. Parece que lleva escrito en la pupila un cuento de Edgar Poe o una estrofa de Charles Baudelaire. Un silfo de alas verdes, ribeteadas de plata, danza en aquella niña de ojo claro, se mofa, se harta, enseña su vientre hendido y luminoso como el de los cocuyos, centellea. Pasa el toro al torero, cuya mirada es sanguinolenta y turbia. La medicina pasa al médico, que ya por serlo cura, y con su sonrisa suele abatir la fiebre. La electricidad, profunda y traviesa, ha pasado a este hombre extraño, de cara pálida y ojos relucientes.

La luz que colma y desprende la persona del poeta Henry Wadsworth Longfellow es invulnerable a la envidia: los dientes no hincan en la luz. Pero lo extraordinario aguarda en las entrañas resplandecientes de una fiera que come claridad y altura: ¡De alas de luz repleto, / daráse al fin de un tigre luminoso, / radiante como el sol, la maravilla!

La noche del 18 de abril de 1895, en pleno monte cubano, Martí aguza la vista, el oído y, encandilado por la belleza que la isla despliega a su alrededor, distingue los sonidos de los grillos, las aves, los reptiles, los árboles, cuyas frondas producen, según él, una música similar a la de una orquesta de violines minúsculos, y anota: vuelan despacio, en torno, las animitas. Esta ronda de insectos luminescentes, que deben su nombre a la creencia de que son almas --baile aéreo de chispas que no se extinguen, tolvanera de oro, lluvia de estrellas que no caen--, tiene que haber embelesado a Martí y haberlo sumido en quién sabe qué reflexiones. Era la luz fragmentada orbitándolo, el cielo conversador a su alcance, las llamas de las velas del árbol de Navidad prófugas de las ramas, las niñas de los ojos de Edison nimbando el espacio que, en plena intemperie insular, él ocupaba.

Los cubanos de ayer agujereaban los güiros para llenarlos de cocuyos y utilizarlos a modo de linternas en sus andanzas nocturnas. Los cubanos actuales deberíamos aprovechar nuestras vidas, agujereadas sin remedio, para depositar en ellas las luces de José Martí y orientarnos en medio de la oscuridad que, aun de día, nos rodea.

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