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El otro Martí

¿Cuál pudiera vencerla en coquetería? (José Martí)
¿Cuál pudiera vencerla en coquetería? (José Martí)

La descripción de esta vaca asombra porque de tanto mirarla y reconocer sus atributos. El autor muestra al poeta seducido por los encantos de una vaca.

No existe en la literatura cubana una ganadería más sorprendente que la reunida por José Martí en una crónica publicada en 1887, en el diario “La Nación” de Buenos Aires, luego de recorrer una feria neoyorkina. El autor deambula entre la multitud de reses expuestas y tan pronto admira a un toro galán e impetuoso llamado Pedro, cuyas hembras parecen como traídas a tierra por el peso de sus ubres, como elogia a Sir Henry Mapplewood, un toro abnegado pero desprovisto de aquella graciosa majestad del anterior. Los toros le parecen catedrales dormidas y celebra que entre las costillas del Holstein, cuyos huesos atraen la carne a donde debe estar, no quepa, como entre las costillas de algunos congéneres, toda la luz del día.

Pedro, que mejora y señorea su manada, ha sido seleccionado como supremo ejemplar de su raza, y entre músicas y aplausos, el cubano se enorgullece de que luzca nombre español: Puerilidad será: pero acorralado de todas partes por la lengua inglesa, ¡daba gozo que este triunfador se llamase Pedro!

La irrupción del nombre en medio de un vocerío angloparlante y el solo hecho de que lo ostentara el toro más admirado de la exposición alegran a Martí, que no duda en describirse apabullado por la supremacía del inglés, un idioma que, aun siendo de su dominio, aviva su condición de extraño. El exiliado que reside en países de lenguas distintas a la suya sabe hasta qué punto el encuentro con una sola palabra puede conmoverlo y, por un instante, repatriarlo.

Martí observa a los jóvenes que asisten al evento y califica de agansado el modo de caminar de algunos; de abestiada la frente de otros, y distingue, entre un grupo de ellos, gallos finos y quiquiriquíes. Pero son las vacas las que acaparan su atención, y entre ellas, una de la raza Jersey llamada Eurotas: ¿cuál pudiera vencerla en coquetería?, arguye. La descripción de esta vaca asombra porque de tanto mirarla y reconocer sus atributos, Martí no sólo acaba adjudicándole rasgos humanos sino haciéndolo con una minuciosidad rayana en lo erótico:

Así es la vaca de Jersey, pulcra y regalada: ella sabe que su leche amarilla es oro puro, y que se disputan los establos sus terneras, porque no hay crema más suave; ella sabe que es bella: es vaca de salón, de seda toda y hasta el color, que del aire padece, va diciendo lo puro de su raza. Es más felina, más femenina que las otras castas; y con sus ojos procaces y seguros, de negras ojeras; con su oreja menuda ribeteada de vello voluptuoso; con sus cuernos de juguete, brillantes y retorcidos; con su cuello de onda y pies de cierva; con su piel clara y lúcida, recamada de pelo lacio y fino; con sus flancos capaces, como para que la maternidad no la fatigue; con el encuentro de las ancas bien holgado, como para que la ubre de delicados pezones tenga libre juego; --allí parece, tendida negligentemente sobre su limpia cama de aserrín, damisela entretenida que aguarda sin pasión la hora galante.

Maravilla una frase: y hasta el color, que del aire padece, va diciendo lo puro de su raza. La delicadeza de ese color es tal que hasta la rozadura del ambiente le es incómoda, y revela la alcurnia de la res. Pero no es una frase: son dos versos endecasílabos. Quien los dice en voz baja agradece su música.

No creo que haya retrato de mujer en la obra de José Martí de una sensualidad semejante a la que exuda el de esta vaca. A veces se tiene la impresión de que el autor, encandilado, ha perdido el sentido del límite y de que su regodeo responde a algo más que un afán preciosista de captar una imagen. Martí no reseña: goza, como si lejos de empuñar una pluma acariciara un cuerpo y no quisiera que esa caricia terminara, que ese cuerpo terminara. Es la voracidad del poeta que al posar la vista sobre una realidad cualquiera la magnifica, redescubre y, seducido por ella, procede a apropiársela. Le atraen la limpieza del animal, la mirada provocadora y firme, las ojeras oscuras (típicas de los trasnochadores de vida disipada), el encuentro holgado de las ancas, los pies de cierva y los tiernos pezones. La oreja breve y afelpada y el cuello de onda se dirían premonitorios de un poema de Versos sencillos:


Mucho, señora, daría
Por tender sobre tu espalda
Tu cabellera bravía,
Tu cabellera de gualda:
Despacio la tendería,
Callado la besaría.

Por sobre la oreja fina
Baja lujoso el cabello,
Lo mismo que una cortina
Que se levanta hacia el cuello…


Otras vacas le entusiasmarán: la Duquesa de Smithfield, Mrs. Langtry, Clotilde y Lady Fay. De algunas dice que no parecen princesas de la leche, sino damas de buen pasar, a quienes en los quehaceres de la casa se les han crecido tobillos y muñecas. Un joven vaquero le comenta cuán susceptible es este animal de transmitir al feto cualquier rareza que vea o le suceda cuando está para la familia, y respalda su aserción destacando el caso de un novillo cercano: El ternero, señor, salió blanco; porque la madre en una ocasión vio pasar a un torete así de otra majada. La verdad es, aunque no lo digan los libros, que la vaca tiene el seso flojo… Bastó que la res anhelara aparearse con un toro blanco para que el hijo, aunque de toro distinto, heredara el color de aquél.

"Venus del espejo”, Diego Velázquez (1599-1660)
"Venus del espejo”, Diego Velázquez (1599-1660)

De la pareja Holstein, Martí anota: Él es discreto, honrado, amigo de pagar en cría lo que recibe en el pesebre; ella es seria, recatada, hacendosa, y como la matrona de las vacas. Y de un ejemplar de la raza Ayrshire, de ojos conversadores y vivaces: toda ella es mujeril, agraciada y sincera… Ella es la vaca esposa. La de Jersey es la vaca barragana, es decir, la única dispuesta a convivir con un toro sin haber contraído matrimonio con él; la concubina.

Echada sobre su limpia cama de aserrín, la vaca Jersey de Martí es la "Venus del espejo” de la literatura cubana.

La tumba de José Martí en el Cementerio de Santa Ifigenia, en la ciudad de Santiago de Cuba.
La tumba de José Martí en el Cementerio de Santa Ifigenia, en la ciudad de Santiago de Cuba.

El autor identifica a la responsable y la exime de culpa...

La empatía de José Martí abarcaba las criaturas más diversas, no importa a qué reino pertenecieran, el animal, el vegetal e incluso el inanimado, y es asunto de una delicadeza tal que suele pasar inadvertido a sus admiradores y exégetas, amigos de lo solemne y sesudo, y más aficionados a la historia, los estudios literarios, los avatares de orden familiar y erótico, la hagiografía y, ahora, la iconoclasia, que a la necesidad de conocerlo allí donde el individuo no tiene que rendir cuentas a nadie y muestra u oculta su persona menos comprometida.

Hay un Martí soslayado que de haber nacido en un país más sensible a ciertas conquistas del espíritu hubiera gozado de una estimación cuyo origen no sólo estaría en su condición de héroe, mártir o apóstol, en las que, de tanto machacar, se ha llegado a producir hartazgo, sino en otra condición más sencilla y quién sabe si útil: su condición de maestro; maestro en el sentido más noble de la palabra, donde la sabiduría, más que provenir de un cúmulo hipertrofiado de información que se luce, llega a parecer innata, destilación sencilla de todo lo que al ser humano, en su manifestación más alta, le es dado ofrendar.

La muerte de José Martí en el campo de batalla sugiere una disposición a matar. Le rodeaba gente que, llegada la hora, no había tenido ni tendría escrúpulos en hacerlo. Él mismo, al dirigirse al encuentro con el enemigo, portaba revólver. La ferocidad de los sentimientos que le inspiraban los abusos perpetrados por las autoridades españolas destacadas en Cuba no está en tela de juicio. Pero ¿hubiera podido Martí matar a alguien? Y de hacerlo, ¿hubiera podido vivir con la conciencia tranquila? ¿Qué hubiera sentido este hombre, capaz de identificarse con la agonía de una flor al instante de ser arrancada del suelo y mascada por un caballo, ante la mirada de un moribundo o el cadáver de un hombre baleados por él?

Frans de Waal, autor de “La edad de la empatía”, libro que hubiera entusiasmado a Martí, vislumbra el inicio de una época regida por este sentimiento que comparten con el hombre otros animales, entre ellos, el chimpancé, el lobo y la orca. Si el biólogo holandés no se equivocara habría que extender la calidad de precursor de Martí a ámbitos muchos más universales que el estrictamente literario.

La preocupación de Martí por el bien común no discriminaba. Su “red social” era más amplia que cualquiera de las actuales: Y si mato una mosca, me pongo a discutir con mi conciencia si he tenido el derecho de matarla, anota en uno de sus cuadernos --es decir, allí donde otros no tenían acceso--, como intentando dilucidar esa incapacidad suya para infligir daño, aunque sólo se tratara de un insecto; incapacidad que lo priva de arrancar una planta porque a punto ya de hacerlo descubre en ella, o en lo que será de ella apenas la arranque, una compañera de infortunio: No la he de arrancar. Yo que muero de vivir sin raíces, no le quitaré las suyas. Quédese aquí para que consuele a otros, como me ha consolado a mí. La compasión por el reino vegetal y su identificación con él son tales que escucha quejarse a un árbol y advierte que esas quejas son parientas de las suyas, hijas de anhelos exactos: Me da angustia oír el crujido de las ramas sujetas a su tronco, porque así cruje a menudo mi alma sujeta a mi cuerpo.

Todo estaba vivo para Martí, y mucho, por estarlo, le inspiraba piedad. El pudor de que lo sorprendieran tan frágil en lo íntimo, tan extraño a la mayoría de quienes se movían a su alrededor, le aconsejaba hablar de sí mismo en tercera persona: Aquella alma que lo veía todo pleno de espíritu; espíritu en las paredes mudas, en las casas solitarias; que se apresuraba a consolar hasta las casas vacías, cuando creía haber dicho algo que pudiera entristecerlas… La piedad presidía, callada, sus relaciones: Las casas en fábrica me son tan familiares comos las desdichas de mi pueblo; siempre se me pintan en imágenes extrañas y nuevas las paredes a medio hacer, los fosos sombríos, las puertas boqueantes, los muros desiguales que se dibujan sobre el cielo oscuro como encías desdentadas.

No es sólo que el aire estuviera lleno de almas, como alguna vez intuyó, sino que todo se le antojaba una: Un pájaro, ¿no es un alma? Y esos sentimientos fraternos se agudizaban cuando esas almas perceptibles, corpóreas, se le revelaban en un trance: La flor ¿es alma en cierne, que sabe menos que el hombre, o es alma en pena, ya a punto de vuelo, que purga en la pelea --hermoseando, como todo lo que padece-- sus últimas culpas? Hay entre sus apuntes uno que tiene viso de autorretrato: Trata a las almas consideradamente, como un escultor el yeso.

La certeza de que todo merecía atención y finura en el trato, porque todo podía hacer alarde de ellas, no excluía a las palabras: Postrimerías. –Quiero a esta palabra de un modo extraordinario. La quiero como a una persona: me produjo un amigo.

Hay quienes sospechan que la muerte fue piadosa con José Martí, eximiéndolo de asistir al nacimiento de una república muy distinta a la que él imaginó y al espectáculo de un pueblo que rara vez ha estado a la altura de sus expectativas. La muerte bien pudo ser piadosa saliéndole al paso el 19 de mayo de 1895 y eximiéndolo, al dirigir el curso de las balas que lo alcanzaron, de la tragedia de que fuera él quien matara a alguien.

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