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El otro Martí

Un caballero en la encrucijada (1878) por Viktor M. Vasnetsov
Un caballero en la encrucijada (1878) por Viktor M. Vasnetsov

El autor comenta una vocación inadvertida del poeta cubano

El padre que sirve de cabalgadura a su hijo pequeño y va y viene con él sobre los hombros, divirtiéndole y divirtiéndose, propicia un doble adiestramiento: el del hijo como señor de su propio destino y el suyo como siervo de su paternidad.

El hombre que de niño ve el mundo desde los hombros de su padre verá más hondo dentro de sí y más lejos fuera; sabrá que hay fuerzas superiores a las suyas dispuestas a rendírsele pero no a obedecerle siempre; fuerzas con las que deberá negociar el control de su vida so peligro de ser dominado por ellas.

El pequeño que se enhorqueta en los hombros de su padre y le clava los talones en el torso, y se agarra a su cuello como el jockey amoroso al caballo que vuela, inmune a todo vértigo, y disfruta de los respingos y cabriolas del adulto --tan niño, de repente, como él--, no será fácil de desmontar de sus aspiraciones más altas.

El anciano que recuerda la costumbre de su padre de echarse boca arriba y sentarlo, cuando era un chiquillo, sobre su pecho; de agarrarle ambas manos y, risueño, desdoblarse en montura, para que no hubiera juguete capaz de emularle, para que la galopada de la vida en cierne se viera atemperada por el recuerdo de aquélla inicial, no temerá la galopada de la muerte, que bien pudiera llevarlo al reencuentro con el padre desaparecido.

La obra de José Martí es una gran caballeriza, la mayor de la literatura cubana. Tan pronto ve a sus ejemplares encarnar el vigor, el coraje, la gallardía, la capacidad de trabajo y hasta el poema, como se dirige al más querido, cuya naturaleza irreprochable admira, para animarlo a inaugurar un mundo:


Ven mi caballo, con tu casco limpio,
a yerba nueva y flor de llano oliente…


El ejemplar más lejano pasea por el primer documento escrito de su puño y letra que se conserva, una carta dirigida a su madre: Todo mi cuidado se pone en cuidar mucho mi caballo y engordarlo como un puerco cebón, ahora lo estoy enseñando a caminar enfrenado para que marche bonito… Tenía nueve años. El ejemplar más cercano a nosotros lo acompaña a la muerte y regresa herido al campamento, empapado en sangre, quizás de ambos: una de las balas que alcanzaron a Martí le atravesó el muslo derecho.

José Martí e “Ismaelillo”.
José Martí e “Ismaelillo”.

Entre el primero y el último se alza el caballo de Troya, piafa el de Bolívar, se encabrita la yegua de Jesse James, caracolean las de Mahoma, y a veces no se sabe dónde termina el jinete y comienza la bestia: Se pliegan él y su caballo con igual movimiento, como dos hojas gemelas que a compás, en la hora de la puesta, se van volviendo al sol. Parece el animal como porción del hombre, por lo fino y sutil de su obediencia, y hay música en aquel gracioso andar, y esa penetrante magia con que se gana el alma todo lo perfecto.

La manada no excluye al propio Martí:

Yo soy caballo sin silla. (Cuadernos de apuntes)

Todo lo tengo que hacer como un mulo de noria. Y no me importaría, si me alcanzase el cuerpo deshecho para todo. (Carta a Serafín Sánchez)

En esta noria mía, a cada vuelta lo recuerdo. Piense que la mula ruin, en cuanto recibe carta de Ud. se siente caballo de raza. (Carta a Manuel Mercado)

Pero nunca será más feliz que cuando sirva de cabalgadura a su hijo:


Por las mañanas
Mi pequeñuelo
Me despertaba
Con un gran beso.
Puesto a horcajadas
Sobre mi pecho,
Bridas forjaba
Con mis cabellos.
Ebrio él de gozo,
De gozo yo ebrio,
Me espoleaba
Mi caballero:
¡Qué suave espuela
Sus dos pies frescos!
¡Cómo reía
Mi jinetuelo!


El sustantivo “caballero” remite a la etimología de la palabra antes de que ésta acogiera otras acepciones, hombre que monta a caballo, y sirve más de un propósito: otorga al niño un título nobiliario y un aire heroico, los que merece por defender a su padre de las sombras que lo asedian y por aprestarse a hacer de su vida una cruzada a favor de los ideales más puros, y convierte a Martí en montura dichosa:


Ved: sentado lo llevo
Sobre mi hombro:
Oculto va, y visible
Para mí solo!

José Martí y su hijo en 1885.
José Martí y su hijo en 1885.

Ismaelillo, el libro que Martí dedica a su hijo José Francisco cuando éste tenía dos años de edad, es una cuadra, y los potros que la componen, entre los que discurre el autor, son un muestrario sorprendente de razas. El padre sueña que cabalga el aire, y el hijo, además de cabalgar al padre y el aire, cabalga la luz y hasta los libros más antiguos de la biblioteca de aquél. Caballeruelo mío lo llama Martí, y sus pensamientos, regocijados por la presencia infantil, también se le antojan potros que corretean, relinchan y sacuden las crines, mientras el hombre agónico embrida fieras y siente que la mano del niño, posada sobre su cráneo, amansa el corcel enajenado que se le revuelve dentro.

José Francisco Martí y Zayas Bazán se unió a las tropas independentistas cubanas en 1897: tenía dieciocho años. Baconao, el caballo que había montado su progenitor el día de su muerte y que nadie había vuelto a montar, fue puesto a su disposición. Se dice que el joven declinó tal honor. Tienta imaginar lo contrario: imaginarlo, aunque humilde, a lomos de este animal, haciendo buen uso de las habilidades que desarrolló de niño gracias a la mansedumbre previsora de su primera cabalgadura, sintiendo en el calor de vida que ésta irradiaba el calor de vida que irradiaba aquélla, como si la suerte que le permitió montar ambas --ayer niño, hoy adolescente-- le insinuara un plan que los sobrepasaba a todos. Tienta imaginarlo recorriendo los campos de Cuba en hombros de su padre, es decir, a horcajadas sobre su potro, y susurrando una variante de los versos que aquél le dedicara:


Ved: sentado me lleva
sobre sus hombros.
Oculto va, y visible
para mí solo.
Napoleón por Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867)
Napoleón por Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867)

El autor recuerda las relaciones del insecto con el emperador y el poeta.

La colmena martiana dejaría mucho que desear si el manto de Napoleón no colgara de ella. La adopción del insecto como insignia personal no sólo esparció un enjambre de oro sobre el emperador y su entorno –alfombras, tapizados, alhajas, banderines, trono-- sino sobre sus sucesores, que lucieron la pieza púrpura, revestida de armiño y salpicada de abejas, como si todos fueran él, y ellas, su guardia más personal.

El manto se pasea por varias páginas de José Martí, y no hay vez que éste lo descuelgue que no aluda a los insectos, el manto esmaltado de abejas de los Bonaparte, como si cada alusión añadiera a su propio enjambre una multitud adicional de individuos y lo eximiera de tener que escogerlos, uno a uno, durante sus paseos por la ciudad y el campo, y de cantar sus virtudes particulares.

La doble aparición de la prenda en un volumen de sus Obras Completas induce al lector distraído a atribuir al autor un colmenar mayor que el que en realidad cultivó, y al lector atento, más que a escuchar los pasos de los emperadores por el Palacio de las Tullerías, a escuchar el zumbido de los insectos que en la alta noche se desprendían de las telas y, deshaciéndose de su coraza de metal precioso, perforaban el aire viciado de las habitaciones y se estrellaban contra los cristales de las ventanas.

Que Martí calificara de “bárbara” a la abeja que picó a María Mantilla y la condenara a habérselas con ese epíteto, no lo cohibió de reconocer la amabilidad de otras que se acercaron a él y lo instaron a abrir los ojos y oídos a la maravilla que le rodeaba y que al ser percibida pasaba a ser parte suya, y luego, a explayarse desde su persona, como un sol que le amaneciera dentro, hasta abarcar el exterior inconmensurable, fundiéndolo todo:


Duermo en mi cama de roca
Mi sueño dulce y profundo:
Roza una abeja mi boca
Y crece en mi cuerpo el mundo.


”Sísifo” por Franz von Stuck (1863-1928)
”Sísifo” por Franz von Stuck (1863-1928)

No importa que el lecho donde el autor descansara fuera incómodo: quizás por serlo se avenía mejor a su espíritu de sacrificio y, lejos de desvelarle, le permitía disfrutar de un reposo mayor. Luego de ver a la roca rodar montaña abajo, y antes de seguirla y reanudar el esfuerzo de transportarla a la cumbre, Sísifo debe de haber dormido junto a ella, abrazado a ella, un cuerpo contra otro, y debe de haber dormido bien.

Pero son el tercer y cuarto versos los que continúan rehaciéndose en la memoria, con esa abeja que aventaja al poeta en el madrugón y que, rumbo a alguna flor o de regreso de ella, agita las alas junto a sus labios para que la realidad lo posea y luego de poseerlo aflore de él renovada. La abeja que espabila al durmiente rezuma la delicadeza de la madre que a la hora de despertar al hijo para que corra al colegio le dice algo hermoso al oído y le besa la mejilla, lamentando tener que privarlo de ese estado de gracia en el que yace sumergido, como cuando yacía dentro de ella.

Leer el tercer verso es sentir el airecillo que producen las alas de un insecto amigo al arrimársenos al rostro; de un insecto que sólo busca alertarnos al espectáculo del día que nace; la doble “b” labial le abozala el aguijón. Leer el cuarto verso es disfrutar de un espectáculo mucho más íntimo pero no menos portentoso: el espectáculo de la poesía. No del verso: de la poesía, palabra que de no ser tan sumiso a mi época acaso me atrevería a escribir con mayúscula inicial. Nada más moderno que restar importancia a lo que la tiene.

La desembocadura de esta estrofa debe de estar entre las más bellas de Versos sencillos. Hay como una maternidad masculina en esa percepción del poeta como un cuerpo dentro del cual otro cobra vida y se expande hasta volcarse fuera de él; un segundo cuerpo que no es sino una toma de conciencia del mundo que esplende alrededor del primero.

La tercera abeja solitaria de Versos sencillos no apela a la vista sino al oído, y tiene alma de pregonera:

La abeja estival que zumba
Más ágil por la flor nueva,
No dice, como antes, “tumba”:
“Eva” dice: todo es “Eva”.


La veraneante no es indiferente a la juventud, ¿quién lo es? El centro de su atención, aquello que le ha devuelto los ímpetus de otrora, es una flor lozana cuya sola existencia ha venido a rescatarla del decaimiento; quién sabe si de la vejez. ¿Cuánto vive una abeja? Mejor ignorarlo, imaginarla inmortal como los pájaros, que si mueren por causas naturales mueren tan alto que nadie los ve caer, se desvanecen en plena caída. La preposición “por” es ambigua: más ágil por la flor nueva; no se sabe si denota proximidad o causa. Me inclino por lo segundo: no es que la abeja ronde la flor, aunque de hecho lo haga, es que su ligereza es resultado de la excitante aparición de aquélla.

Martí, que habla el idioma del insecto o por lo menos lo entiende, traduce lo que escucha: a la desoladora certidumbre de la caducidad general, la abeja rejuvenecida impone la celebración de una femineidad que colma el mundo y lo erotiza: todo es mujer, y como tal, inagotable y voluptuosa fuente de vida. No es que vengamos de Eva, es que nunca salimos de ella, sólo que la certidumbre de la muerte impide, a veces, recordarlo.

Yo soy como las abejas, que trabajan mucho más en el verano, admite Martí. La posibilidad de insertarse en una flor debe de haberlo atraído tanto como al insecto. No hay manto más suave y discreto que una corola, a no ser el de su perfume. Nadie hubiera comprendido mejor al hombre que una de ellas:

Yo sé de la parcial sabiduría
Con que el hombre se nutre y aconseja;
Pero yo no sabía
Lo que sabe la rosa de la abeja.
“Pero yo no sabía / lo que sabe la rosa de la abeja” (José Martí)
“Pero yo no sabía / lo que sabe la rosa de la abeja” (José Martí)

Que el interior de las flores le fue familiar a Martí lo demuestra la crónica de una exhibición de ellas donde describe la anatomía de una violeta y un geranio azul, y destaca el estrado que le pone la flor de salvia a la abeja para que no se canse la visita al posarse. La descripción no puede ser más exacta; tiene que haberse internado en alguna.

Al manto napoleónico, Martí hubiera opuesto un retazo cualquiera del manto de la naturaleza, cuyas dimensiones imposibilitan calcular el número de abejas que reúne. Las distancias que en el primero se miden por centímetros y se ajustan al ojo, en éste se miden por kilómetros y se burlan de él. Sólo una vista aérea de una región, y una de pájaro, permitiría apreciar la riqueza de la túnica. Nadie viste mejor que la Tierra.

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