El autor comenta una vocación inadvertida del poeta cubano
El padre que sirve de cabalgadura a su hijo pequeño y va y viene con él sobre los hombros, divirtiéndole y divirtiéndose, propicia un doble adiestramiento: el del hijo como señor de su propio destino y el suyo como siervo de su paternidad.
El hombre que de niño ve el mundo desde los hombros de su padre verá más hondo dentro de sí y más lejos fuera; sabrá que hay fuerzas superiores a las suyas dispuestas a rendírsele pero no a obedecerle siempre; fuerzas con las que deberá negociar el control de su vida so peligro de ser dominado por ellas.
El pequeño que se enhorqueta en los hombros de su padre y le clava los talones en el torso, y se agarra a su cuello como el jockey amoroso al caballo que vuela, inmune a todo vértigo, y disfruta de los respingos y cabriolas del adulto --tan niño, de repente, como él--, no será fácil de desmontar de sus aspiraciones más altas.
El anciano que recuerda la costumbre de su padre de echarse boca arriba y sentarlo, cuando era un chiquillo, sobre su pecho; de agarrarle ambas manos y, risueño, desdoblarse en montura, para que no hubiera juguete capaz de emularle, para que la galopada de la vida en cierne se viera atemperada por el recuerdo de aquélla inicial, no temerá la galopada de la muerte, que bien pudiera llevarlo al reencuentro con el padre desaparecido.
La obra de José Martí es una gran caballeriza, la mayor de la literatura cubana. Tan pronto ve a sus ejemplares encarnar el vigor, el coraje, la gallardía, la capacidad de trabajo y hasta el poema, como se dirige al más querido, cuya naturaleza irreprochable admira, para animarlo a inaugurar un mundo:
Ven mi caballo, con tu casco limpio,
a yerba nueva y flor de llano oliente…
El ejemplar más lejano pasea por el primer documento escrito de su puño y letra que se conserva, una carta dirigida a su madre: Todo mi cuidado se pone en cuidar mucho mi caballo y engordarlo como un puerco cebón, ahora lo estoy enseñando a caminar enfrenado para que marche bonito… Tenía nueve años. El ejemplar más cercano a nosotros lo acompaña a la muerte y regresa herido al campamento, empapado en sangre, quizás de ambos: una de las balas que alcanzaron a Martí le atravesó el muslo derecho.
Entre el primero y el último se alza el caballo de Troya, piafa el de Bolívar, se encabrita la yegua de Jesse James, caracolean las de Mahoma, y a veces no se sabe dónde termina el jinete y comienza la bestia: Se pliegan él y su caballo con igual movimiento, como dos hojas gemelas que a compás, en la hora de la puesta, se van volviendo al sol. Parece el animal como porción del hombre, por lo fino y sutil de su obediencia, y hay música en aquel gracioso andar, y esa penetrante magia con que se gana el alma todo lo perfecto.
La manada no excluye al propio Martí:
Yo soy caballo sin silla. (Cuadernos de apuntes)
Todo lo tengo que hacer como un mulo de noria. Y no me importaría, si me alcanzase el cuerpo deshecho para todo. (Carta a Serafín Sánchez)
En esta noria mía, a cada vuelta lo recuerdo. Piense que la mula ruin, en cuanto recibe carta de Ud. se siente caballo de raza. (Carta a Manuel Mercado)
Pero nunca será más feliz que cuando sirva de cabalgadura a su hijo:
Por las mañanas
Mi pequeñuelo
Me despertaba
Con un gran beso.
Puesto a horcajadas
Sobre mi pecho,
Bridas forjaba
Con mis cabellos.
Ebrio él de gozo,
De gozo yo ebrio,
Me espoleaba
Mi caballero:
¡Qué suave espuela
Sus dos pies frescos!
¡Cómo reía
Mi jinetuelo!
El sustantivo “caballero” remite a la etimología de la palabra antes de que ésta acogiera otras acepciones, hombre que monta a caballo, y sirve más de un propósito: otorga al niño un título nobiliario y un aire heroico, los que merece por defender a su padre de las sombras que lo asedian y por aprestarse a hacer de su vida una cruzada a favor de los ideales más puros, y convierte a Martí en montura dichosa:
Ved: sentado lo llevo
Sobre mi hombro:
Oculto va, y visible
Para mí solo!
Ismaelillo, el libro que Martí dedica a su hijo José Francisco cuando éste tenía dos años de edad, es una cuadra, y los potros que la componen, entre los que discurre el autor, son un muestrario sorprendente de razas. El padre sueña que cabalga el aire, y el hijo, además de cabalgar al padre y el aire, cabalga la luz y hasta los libros más antiguos de la biblioteca de aquél. Caballeruelo mío lo llama Martí, y sus pensamientos, regocijados por la presencia infantil, también se le antojan potros que corretean, relinchan y sacuden las crines, mientras el hombre agónico embrida fieras y siente que la mano del niño, posada sobre su cráneo, amansa el corcel enajenado que se le revuelve dentro.
José Francisco Martí y Zayas Bazán se unió a las tropas independentistas cubanas en 1897: tenía dieciocho años. Baconao, el caballo que había montado su progenitor el día de su muerte y que nadie había vuelto a montar, fue puesto a su disposición. Se dice que el joven declinó tal honor. Tienta imaginar lo contrario: imaginarlo, aunque humilde, a lomos de este animal, haciendo buen uso de las habilidades que desarrolló de niño gracias a la mansedumbre previsora de su primera cabalgadura, sintiendo en el calor de vida que ésta irradiaba el calor de vida que irradiaba aquélla, como si la suerte que le permitió montar ambas --ayer niño, hoy adolescente-- le insinuara un plan que los sobrepasaba a todos. Tienta imaginarlo recorriendo los campos de Cuba en hombros de su padre, es decir, a horcajadas sobre su potro, y susurrando una variante de los versos que aquél le dedicara:
Ved: sentado me lleva
sobre sus hombros.
Oculto va, y visible
para mí solo.