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El otro Martí

"Hasta las piedras se ablandan aquí estos días", José Martí.
"Hasta las piedras se ablandan aquí estos días", José Martí.

El autor confirma la humanidad de algunas piedras y lamenta el destino de otras

Que las piedras hablen está por verificarse; que sientan, no. Sienten, aunque el hombre, rehén de un manojo de sentidos plagados de limitaciones, no lo advierta.

Quien ha roto piedras de distintos tamaños y ha prestado atención, las ha oído quejarse, maldecir, encajar el golpe como los hombres encajan su destino, dificultosamente, y hasta las ha visto rebelarse y arrojar a los ojos de quien las rompe fragmentos de sí mismas que a veces dan en el blanco. Una piedra enojada puede dejar tuerto al más feroz de los hombres; dejarlo en peores condiciones que él a ella. Aunque con las piedras nunca se sabe: su fuerza de carácter es proverbial y aun quebradas suelen impartir lecciones de entereza.

Basta desandar un sendero cubierto de gravilla para escuchar los gemidos de esas miniaturas que el zapato aplasta y buscan refugio arrimándose a sus compañeras. No faltará la que luego de palparse el rostro y hallárselo desfigurado se hunda en la tierra y no vuelva a asomar la nariz; ni la que, fracturados todos los huesos, se deshaga en polvo, como nos desharemos nosotros bajo la pisada de la muerte. No somos de distinta materia.

José Martí conocía bien las piedras. Intimó con ellas en las canteras cubanas donde sufrió prisión y realizó trabajos forzados; las palpó y observó su comportamiento en la celda a la que fue confinado; debe de haberlas sentido temblar al arrimárseles en busca de frescura y quién sabe si de compañía: tenía 17 años. Tienta imaginar las cosas que le oyeron susurrar en sueños o insomne.

Martí observó a los hombres arremeter contra las piedras y trasladarlas de un lugar a otro; desterrarlas, en el sentido más riguroso del término, o transterrarlas, para no sugerir que el castigo consistía en dejarlas flotando en el espacio. Y aunque las vio ceder bajo la arremetida del pico, también vio algunas de las más grandes precipitarse dentro de las zanjas sobre quien lo empuñaba y destriparlo, y a otras, erosionarle el rostro, las manos y los pies descalzos, la cal contra el polvo, en una lucha forzosa de todos por la supervivencia. Las piedras se separaban de otras piedras con una angustia similar a la que él conoció cuando su padre lo visitó en presidio, descubrió las úlceras que le devoraban una pierna, rompió a sollozar, se abrazó a él y un carcelero brutal los separó.

De la sensibilidad de las piedras iba a dar testimonio muchos años después, el 25 de diciembre de 1887, al reseñar la conmoción que producía en el ánimo de los estadounidenses la celebración de la Navidad y el poder de este acontecimiento sobre todo, incluso sobre lo presuntamente inanimado:

Hasta las piedras se ablandan aquí estos días. Sing-Sing, la prisión, es toda de piedras; y las celdas, que son ataúdes, en la pascua están llenas de flores, ¡de láminas con ángeles plateados, prendidas con almidón a la pared!, ¡del crucifijo de ébano y pasta amarilla que al preso irlandés le lleva de Christmas la madre viejecita!, ¡del pastel de arroz que acaba de darle el presidio de regalo!

Hablar les está prohibido; pero hoy, desde el mediodía al anochecer, les permiten hablar, juntos cuando están a la mesa, de celda a celda después de la festal comida. Son más de mil quinientos hombres, de tez muerta y mirada viscosa, ¡la mirada viscosa de las cárceles! Gritan de cuarto a cuarto; unos cantan himnos de la iglesia; otros, baladas plañideras; otros, coplas desembarazadas. Éste arenga a un público invisible. Aquél improvisa una ardiente defensa del crimen que lo llevó ante el jurado (…)

Ni las piedras de Sing Sing, sordas si las hay, destinadas a recordar a sus huéspedes la gravedad de sus faltas y a disuadirlos de todo sueño de fuga, permanecen indiferentes ante la Navidad, y tan pronto parecen brotar flores y espíritus celestes, como empuñar crucifijos y relamerse de gusto ante la torta que la propia prisión –cuyo nombre significa piedra sobre piedra en el idioma de uno de los pueblos indígenas de Norteamérica– obsequia a los reclusos.

Martí no duda de la emoción de las piedras, no dice que estas parecieran ablandarse sino que se ablandan, como si él mismo las tocara o las hubiera visto animarse, testigos de la felicidad pasajera de aquellos hombres, obligados a permanecer mudos durante el resto del año, que ahora rompían a conversar, a pronunciar discursos al vacío y entonar todo género de cánticos.

Esa fe en la humanidad de las piedras tendrá su apoteosis en uno de los poemas más célebres de "Versos sencillos": Sueño con claustros de mármol / Donde en silencio divino / Los héroes, de pie, reposan: / ¡De noche, a la luz del alma, / Hablo con ellos: de noche! / Están en fila: paseo / Entre las filas: las manos / De piedra les beso: abren / Los ojos de piedra: mueven / Los labios de piedra: tiemblan / Las barbas de piedra: empuñan / La espada de piedra: lloran (…)

Las piedras están en deuda con José Martí, y el ser humano, en deuda con ellas por haberlas utilizado para fines tan opuestos a su apacibilidad como agredir a los pájaros y lapidar a sus congéneres, hecho atroz para alguien o algo cuyo destino por excelencia debe ser edificar. La piedra que golpea la cabeza de una mujer condenada a muerte por haber escogido como pareja a un hombre de una casta distinta a la suya, sobrevivirá y echará alas para un día golpear, por iniciativa propia, la cabeza del agresor.

No es que el ser humano sea el único animal que tropiece dos veces con la misma piedra, es que es el único al que la misma piedra, vindicativa, harta de desmanes y haciéndose pasar por otra, le sale al paso más de una vez para recordarle –caído en la cuenta, cuando no en el suelo– cuán torpe es, y vengarse del rol que le ha asignado.

Las piedras que los niños arrojaron contra la fachada de la casa de Dulce María Loynaz, instigados por el presidente del Comité de Defensa de su barrio y con el beneplácito del Gobierno cubano, deben de haber crecido y volverán a salirnos al paso. Nada nos salvará de tropezar con ellas.

Un caballero en la encrucijada (1878) por Viktor M. Vasnetsov
Un caballero en la encrucijada (1878) por Viktor M. Vasnetsov

El autor comenta una vocación inadvertida del poeta cubano

El padre que sirve de cabalgadura a su hijo pequeño y va y viene con él sobre los hombros, divirtiéndole y divirtiéndose, propicia un doble adiestramiento: el del hijo como señor de su propio destino y el suyo como siervo de su paternidad.

El hombre que de niño ve el mundo desde los hombros de su padre verá más hondo dentro de sí y más lejos fuera; sabrá que hay fuerzas superiores a las suyas dispuestas a rendírsele pero no a obedecerle siempre; fuerzas con las que deberá negociar el control de su vida so peligro de ser dominado por ellas.

El pequeño que se enhorqueta en los hombros de su padre y le clava los talones en el torso, y se agarra a su cuello como el jockey amoroso al caballo que vuela, inmune a todo vértigo, y disfruta de los respingos y cabriolas del adulto --tan niño, de repente, como él--, no será fácil de desmontar de sus aspiraciones más altas.

El anciano que recuerda la costumbre de su padre de echarse boca arriba y sentarlo, cuando era un chiquillo, sobre su pecho; de agarrarle ambas manos y, risueño, desdoblarse en montura, para que no hubiera juguete capaz de emularle, para que la galopada de la vida en cierne se viera atemperada por el recuerdo de aquélla inicial, no temerá la galopada de la muerte, que bien pudiera llevarlo al reencuentro con el padre desaparecido.

La obra de José Martí es una gran caballeriza, la mayor de la literatura cubana. Tan pronto ve a sus ejemplares encarnar el vigor, el coraje, la gallardía, la capacidad de trabajo y hasta el poema, como se dirige al más querido, cuya naturaleza irreprochable admira, para animarlo a inaugurar un mundo:


Ven mi caballo, con tu casco limpio,
a yerba nueva y flor de llano oliente…


El ejemplar más lejano pasea por el primer documento escrito de su puño y letra que se conserva, una carta dirigida a su madre: Todo mi cuidado se pone en cuidar mucho mi caballo y engordarlo como un puerco cebón, ahora lo estoy enseñando a caminar enfrenado para que marche bonito… Tenía nueve años. El ejemplar más cercano a nosotros lo acompaña a la muerte y regresa herido al campamento, empapado en sangre, quizás de ambos: una de las balas que alcanzaron a Martí le atravesó el muslo derecho.

José Martí e “Ismaelillo”.
José Martí e “Ismaelillo”.

Entre el primero y el último se alza el caballo de Troya, piafa el de Bolívar, se encabrita la yegua de Jesse James, caracolean las de Mahoma, y a veces no se sabe dónde termina el jinete y comienza la bestia: Se pliegan él y su caballo con igual movimiento, como dos hojas gemelas que a compás, en la hora de la puesta, se van volviendo al sol. Parece el animal como porción del hombre, por lo fino y sutil de su obediencia, y hay música en aquel gracioso andar, y esa penetrante magia con que se gana el alma todo lo perfecto.

La manada no excluye al propio Martí:

Yo soy caballo sin silla. (Cuadernos de apuntes)

Todo lo tengo que hacer como un mulo de noria. Y no me importaría, si me alcanzase el cuerpo deshecho para todo. (Carta a Serafín Sánchez)

En esta noria mía, a cada vuelta lo recuerdo. Piense que la mula ruin, en cuanto recibe carta de Ud. se siente caballo de raza. (Carta a Manuel Mercado)

Pero nunca será más feliz que cuando sirva de cabalgadura a su hijo:


Por las mañanas
Mi pequeñuelo
Me despertaba
Con un gran beso.
Puesto a horcajadas
Sobre mi pecho,
Bridas forjaba
Con mis cabellos.
Ebrio él de gozo,
De gozo yo ebrio,
Me espoleaba
Mi caballero:
¡Qué suave espuela
Sus dos pies frescos!
¡Cómo reía
Mi jinetuelo!


El sustantivo “caballero” remite a la etimología de la palabra antes de que ésta acogiera otras acepciones, hombre que monta a caballo, y sirve más de un propósito: otorga al niño un título nobiliario y un aire heroico, los que merece por defender a su padre de las sombras que lo asedian y por aprestarse a hacer de su vida una cruzada a favor de los ideales más puros, y convierte a Martí en montura dichosa:


Ved: sentado lo llevo
Sobre mi hombro:
Oculto va, y visible
Para mí solo!

José Martí y su hijo en 1885.
José Martí y su hijo en 1885.

Ismaelillo, el libro que Martí dedica a su hijo José Francisco cuando éste tenía dos años de edad, es una cuadra, y los potros que la componen, entre los que discurre el autor, son un muestrario sorprendente de razas. El padre sueña que cabalga el aire, y el hijo, además de cabalgar al padre y el aire, cabalga la luz y hasta los libros más antiguos de la biblioteca de aquél. Caballeruelo mío lo llama Martí, y sus pensamientos, regocijados por la presencia infantil, también se le antojan potros que corretean, relinchan y sacuden las crines, mientras el hombre agónico embrida fieras y siente que la mano del niño, posada sobre su cráneo, amansa el corcel enajenado que se le revuelve dentro.

José Francisco Martí y Zayas Bazán se unió a las tropas independentistas cubanas en 1897: tenía dieciocho años. Baconao, el caballo que había montado su progenitor el día de su muerte y que nadie había vuelto a montar, fue puesto a su disposición. Se dice que el joven declinó tal honor. Tienta imaginar lo contrario: imaginarlo, aunque humilde, a lomos de este animal, haciendo buen uso de las habilidades que desarrolló de niño gracias a la mansedumbre previsora de su primera cabalgadura, sintiendo en el calor de vida que ésta irradiaba el calor de vida que irradiaba aquélla, como si la suerte que le permitió montar ambas --ayer niño, hoy adolescente-- le insinuara un plan que los sobrepasaba a todos. Tienta imaginarlo recorriendo los campos de Cuba en hombros de su padre, es decir, a horcajadas sobre su potro, y susurrando una variante de los versos que aquél le dedicara:


Ved: sentado me lleva
sobre sus hombros.
Oculto va, y visible
para mí solo.

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