La primera criatura en huir del exceso de austeridad de José Martí no fue un ser humano sino una araña, y el primero en reconocer que a la araña no le faltaba razón para huir fue el propio Martí, que lejos de permanecer sentado ante la visita del animal decidió, cortés, ponerse de pie, sin percatarse de que, al hacerlo, la lobreguez de su ropa se magnificaba y hacía más amenazador el bulto de su persona. El desencuentro está registrado en uno de sus cuadernos de apuntes:
La araña, al verme levantar súbito, vestido todo de negro, me creyó monte acaso, o aparición terrible, y echó a huir desolada.
Nótese que el autor está consciente del efecto que pudo tener su atuendo fúnebre sobre el ánimo del animal.
Un efecto similar ha tenido la figura de Martí en la opinión de muchos de sus compatriotas, tan amigos de la fiesta, tan tentados a recurrir al desdén y a la mofa cuando la superioridad ajena les aviva el complejo de inferioridad. Sólo que éstos, menos nobles que la araña, lejos de hacer mutis y guardar silencio, se han atrincherado y revuelto contra él o le han dado ostensiblemente la espalda para ver si el muy aguafiestas acaba desvaneciéndose en su apostolado anacrónico.
Nada más engorroso para un cubano que la seriedad de otro. No nos entendemos serios, porque la sola aspiración a entender implica un esfuerzo, y aunque no falte quien tenga fama de laborioso, esa virtud no abarca los ámbitos del pensamiento y el espíritu, donde Martí invitaba y aún invita a rebasar la chatura que nos atrofia. Los que hoy menosprecian a Martí y no vacilan en manifestar su fastidio cuando escuchan hablar de él con entusiasmo son descendientes de aquella araña, pero descendientes degradados. La desolación que Martí advirtió en la prófuga era instintiva, propia del hallazgo de una realidad que la sobrepasaba y ponía en peligro su integridad física; nuestra desolación, que ni eso llega a ser, es ruin, resultado de una insuficiencia moral.
El interés de Martí en las actitudes que las arañas podían asumir ante distintas eventualidades queda patente en otra página de sus cuadernos:
La araña va caminando por la roca. Le pongo delante, como a un palmo de los ojos, el paraguas acostado. Llega, lo palpa con los tentáculos; y le da vueltas por el regatón sin subirse a él. No lo conoce. No se arriesga. Conoce su roca. –Pero otra araña, de cuerpo cucarachero y de aire menos digno, se subió al paraguas.
Sorprende descubrirlo jugando con las arañas, obstaculizándoles la ruta con el sólo propósito de examinar su comportamiento, admirando la prudencia de una y el arrojo y la curiosidad de otra de aspecto más ingrato y porte menos distinguido. Esto de la distinción amerita comentarse: la celebraba en todo, animales y plantas. Los caballos reaniman al hombre porque, en mayor grado que él conservan, en la servidumbre, la arrogancia y galanura de la libertad. La cortesía en el trato y hasta la pequeñez de las manos de los japoneses son, según Martí, producto de la delicadeza con que durante siglos han cuidado y arreglado las flores: éstas, agradecidas, los han contagiado, influyendo no sólo en sus modales sino en el tamaño de sus extremidades superiores.
Sorprende también que no fuera el propio Martí quien, invariablemente vestido de negro y más hueso que carne, se echara sobre la roca y, boca arriba, observara a las arañas darle vueltas o posársele encima. El paraguas, versión a menor escala de sí mismo, puede haber sido la fase inicial de un experimento mayor. O quizás el regatón, casquillo de metal que suele cubrir la parte inferior de bastones y paraguas, estaba en mejor estado que sus zapatos y no le parecía correcto que, al levantar ambos pies, las arañas lo advirtiesen.
Sin la intervención de uno de estos animales, la importancia del Nuevo Testamento hubiera sido dudosa, y la vida de Jesús, demasiado breve para transformar las de tantos que creyeron y aún creen en su divinidad. Temeroso de que los hombres lo olvidaran, Martí registró el hecho: En el sicomoro de Matarpe, es fama que en un hueco se escondió con Jesús la Virgen perseguida; y que una araña los cubrió con su tela. La matanza de niños decretada por Herodes hubiera incluido la de estos animales de habérsele notificado que uno de ellos había amparado a la Sagrada Familia.
Entre los nidos de arañas que oculta la literatura cubana, más escasos que los que, al conjuro de las autoridades del país, afloran entre la población, ninguno más asombroso que el que Martí descubre en Nueva York, entre el gentío que acude a presenciar la voladura de un islote incómodo a los navegantes: Como grandes arañas encaramadas sobre sus tentáculos zancudos, bordan el río del lado de Nueva York, respetadas por la multitud, las cámaras fotográficas... Estos artefactos, montados en sus trípodes patiabiertos, devuelven al escritor la imagen de los animales cuya fisonomía y conducta ha estudiado, y los ve poblar la barriada con el beneplácito de las personas que los rodean, ciegas a su monstruosidad.
La congregación de seres humanos y no humanos --que ni siquiera eran seres sino eso, artefactos-- tiene que haberle recordado hasta qué punto lo fantástico se confunde con lo habitual. La escena es precursora de mucha cinematografía de ficción empeñada en que todo, por diverso que sea, hombres, robots, bichos hipertrofiados y adefesios extraterrestres, interactúe y fraternice.
El mote de “Capitán Araña” conferido a José Martí por uno de sus detractores fue un acierto. No por lo que insinuaba sino por lo que literalmente decía. Las arañas, más sensibles y solidarias que los hombres, no hubieran vacilado en cerrar filas en torno al poeta. Ni en cubrirlo, en desagravio, de charreteras vivas, improvisadas con sus cuerpos, tentáculos y patas, más acordes con su persona que cualquier divisa militar, por mucho oro, plata y fleco que ésta exhibiese. Quizás lo cubrieron cuando fue enterrado, semidesnudo y sin ataúd, en el cementerio de Remanganaguas.