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El otro Martí

Tony Montana y José Martí enfrentados a la muerte.
Tony Montana y José Martí enfrentados a la muerte.

Martí y Montana mueren a balazos. El uno, disparando la metralleta sostenido en un montón de cocaína en su luminosa, lujosa mansión de Miami. El otro, disparando el revólver sostenido sobre el caballo en una oscura, desolada demarcación de su país.

Al arribar a Miami un día desde Cuba mis hijos Andy y Amanda, tras cinco años de separación, tuve la secreta esperanza de poder regalarles las Obras Completas de José Martí, pero los apenas adolescentes, aduciendo no querer dañar demasiado mis esmirriados emolumentos, pidieron que les rentara la película Scarface, y en Milán otro día, el periodista que me entrevistó para el noticiario de la televisión ruso-búlgara, un joven búlgaro, se me presentó micrófono en mano a la manera de un saludo que, virando la boca en un rictus matonesco, no era otra cosa que el antológico parlamento del famoso marielito: I'm Tony Montana! You f... with me, you f.....' with the best!

Y es que Antonio Raimundo (Tony) Montana y José Martí serían los nombres más universales ofrendados por la isla, personaje ficticio sustentado en la realidad el primero, personaje real sustentado en la ficción el segundo, entelequias atemporales ambos, perverso el uno, patriótico el otro, una y la misma cosa quizás, opuestos que se complementan, obnubilados ambos, por la cocaína el uno, por el romanticismo decimonónico el otro, matadores, dadores de la muerte ambos aunque, a fuer de sinceros, Martí más que Montana, pues las muertes emanadas de la guerra de Montana serían una bicoca, si las comparamos con las muertes emanadas de la guerra de Martí.

Antonio Raimundo (Tony) Montana y José Martí serían los nombres más universales ofrendados por la isla...

En fin, tampoco es para quejarse, que de Martí y Montana estamos hechos, deshechos, que Martí y Montana somos o, al menos, que por Martí y Montana estamos representados y, ya sabemos, vivimos más en la representación que en la presentación, en la imagen que en la cosa imaginada, en el símbolo que en la cosa simbolizada, en la virtualidad que en la vida; así pues con Internet hemos topado.

Ese triunfo de la imagen, de Montana en el imaginario no ya isleño sino internacional, vendría a explicar que más de treinta años después, Scarface, un verdadero hito de la cultura popular no en Cuba sino en Estados Unidos, vuelva cada cierto tiempo para estremecer nuevamente al público ávido de emociones fuertes, público anodino en una era anodina, en crisis pero anodina; en busca de adrenalina.

Tony Montana en la memorable actuación de Al Pacino.
Tony Montana en la memorable actuación de Al Pacino.

Para hablar de Scarface debemos hablar de la menos famosa, pero más fidedigna, Cocaine Cowboys, filme documental dirigido por Billy Corben y producido por Alfred Spellman, un filme que ningún residente del sur de la Florida debería perderse; pero que especialmente no deberían perdérselo los cubanos. El documental aborda la sangrienta guerra entre los jinetes de la droga en los años setenta y ochenta del siglo anterior en Miami; mediante entrevistas a periodistas, políticos, policías, abogados, fiscales, traficantes de drogas y sicarios de los carteles; participantes todos, desde sus disímiles ángulos y ocupaciones, en los hechos narrados.

De las secuencias del filme sale la realidad de un Miami a un tiempo oscuro y luminoso, un sitio inusitado; una ciudad que muchos no conocieron y que muchos más prefieren olvidar. Unas historias escabrosas y sangrientas, en verdad como las historias de todos los mitos fundacionales, que situaron a la otrora soñolienta ciudad en el mapa del mundo y la dotaron, para bien y mal, de una indeleble identidad.

Pero, decía que es un filme que no deben perderse especialmente los isleños, y es que el mismo, involuntariamente, hecha por tierra al menos dos de los más socorridos mitos, estos no fundacionales sino propagandísticos, acerca del Miami cubano.

El primero hablaría del control del tráfico de estupefacientes por grandes y despiadados capos cubanos, tal como lo recrea el mencionado Scarface de Brian de Palma, escrito nada menos que por ese fan de Castro y Chávez que es Oliver Stone, con la actuación de Al Pacino, Steven Bauer y Michelle Pfeiffer. Sin embargo, la realidad que muestra Cocaine Cowboys es otra, el ego nacional isleño llorando y por el piso, pues ni uno solo de los duros y señeros sicarios, capos y transportistas de la droga serían cubanos, sino norteamericanos y colombianos bajo la égida de la familia Ochoa de Medellín. No es que no hubiesen sicarios, capos y transportistas de la droga cubanos, que los había y buenos, pero ninguno se acercaría siquiera a la excelencia de los protagonistas del documental; mucho menos a la excelencia del marielito nombrado Scarface.

De hecho, el único cubano medianamente destacado en Cocaine Cowboys es un psicópata negro, recién llegado por el éxodo del Mariel, que a sueldo de una brutal baronesa colombiana de la droga, conocida por la Madrina, asesina a bayonetazos a un capo, también colombiano, nada menos que en la zona de Aduanas del Aeropuerto de Miami a plena tarde y ante los asombrados, asustados ojos de todo el mundo, pobre diablo sin clase, como le define un ex oficial norteamericano de la DEA al compararlo con otro sicario originario de Colombia, pero criado en Chicago.

El otro mito echado por tierra es el de la violencia implantada por los cubanos en Miami, específicamente por los marielitos, y no es que los cubanos no hayan aportado su dosis de violencia a Miami (desde la generada por los grupos revolucionarios desovados y desplazados de la isla por obra de Fidel Castro, éste sí revolucionario y violento, en los años sesenta y setenta, hasta la generada por las huestes del Mariel en los ochenta), el punto es que esa violencia no se puede comparar con la de la guerra desatada en Miami por los jinetes de la cocaína bajo las órdenes de los capos colombianos.

Y no es que los cubanos, mayoritariamente marielitos, no mueran y maten en esta guerra por el control del polvo blanco, es que vienen a sumarse, casi siempre como matones de fila, a una escabechina que ha empezado antes de desembarcar ellos en Cayo Hueso.

La primera gran balacera de esa guerra tiene lugar el 11 de julio de 1979 en el Dadeland Mall de Miami y los primeros refugiados del Mariel llegarían a Miami el 23 de abril de 1980, es decir, nueve meses después de la carnicería del Dadeland Mall.

Acá se impone una pregunta: ¿Y si ello es así por qué Sacarface es un cubano marielito y no un colombiano espalda mojada? La verdad, no sé. Pero se me ocurre que tal vez la propaganda machacona de los órganos de difusión castristas, más sus ecos conscientes e inconscientes en el exterior, tuvieron que ver en la decisión. No olvidemos que desde 1959 Castro ha venido calificando a los cubanos que huían de su paraíso proletario al infierno de Miami como lumpens, delincuentes, drogadictos, escorias y gusanos, de hecho ese humanista y tolerante que dicen que fue el poeta Mario Benedectti llamó, poco antes de morir, gusanos a los cubanos de Miami y, por si fuera poco, otro tanto hizo un día, en relación con el affair Juanes, ese otro humanista y tolerante, cómo si no, el cantante español Víctor Manuel.

Se me ocurre también que tal vez la ideología imperante en Hollywood tendría algo que ver en el asunto. Por lo pronto, no se me ocurre una película de Hollywood cuyo protagonista sea un mafioso judío recién escapado de la Alemania nazi, o un mafioso chileno recién escapado del régimen de Augusto Pinochet.

Y ya que entre filmes de mafiosos andamos, en Gomorra (la más reciente y probablemente la mejor película sobre el hampa de Scarface para acá, una descarnada historia sobre la índole y la intríngulis de la Camorra Napolitana, dirigida por Matteo Garrone y basada en un libro del joven escritor Roberto Saviano), vemos que los matones adolescentarios de la Camorra, mucho más violenta y despiadada que la Mafia Siciliana y, por supuesto, muchísimo más violenta y despiadada que la Mafia Italonorteamericana, tienen como ideal de héroe precisamente al antológico marielito conocido como Scarface.

La realidad que alimenta a la ficción, pero también la ficción que alimenta a la realidad. Interacción entre la una y la otra hasta arribar al punto en que nunca sabremos qué determina qué; si la ficción a la realidad o la realidad a la ficción.

¿Es eso malo para los cubanos? ¿Debemos los cubanos enfurecernos por eso? Probablemente ni lo uno ni lo otro. Es un hecho consumado y punto, fílmicamente consumado. Por tanto, no queda otra que asumirlo, vivir con ello. Y, pensándolo mejor, pudiera ser hasta bueno. Muchos cubanos de Miami se habrían salvado de ser asaltados, o muertos, por obra de un hampón gracias a la mala, buena fama que le otorgaría el personaje de Scarface. ¡No te metas nunca con un cubano!, dicen que dicen los afroamericanos duros desde Scarface para acá. Yo mismo, hace muchos años, sobreviví como guardia de seguridad en uno de los más violentos barrios negros de Miami gracias a Dios y a mi suerte, pero tamibén gracias a los réditos de la fama que me corresponderían por formar parte de la orgullosa tribu de Scarface.

El mítico actor Al Pacino ha dicho a la prensa, con motivo de la vuelta victoriosa de su personaje, que "Tony Montana es como Ícaro. Lucha y se esfuerza por alcanzar el sol, se atreve a ello, y eso es algo que vive en el interior de todos nosotros. Nos representa de alguna manera. Nos da algo con qué identificarnos".

Revólver original Colt Frontier, Six Shooter, calibre 44 de seis balas, que fuera un regalo hecho a Martí por su amigo mexicano Manuel Mercado.
Revólver original Colt Frontier, Six Shooter, calibre 44 de seis balas, que fuera un regalo hecho a Martí por su amigo mexicano Manuel Mercado.

Acá, en esta frase, vuelven a interrelacionarse Montana y Martí en el sentido de que ambos apuestan por una utopía, personal la de Montana, colectiva la de Martí, individualista la del uno, gregaria la del otro, empresarial la primera, socialistoide la segunda, y si Montana pretende fundar un imperio sobre el polvo níveo, Martí pretende fundar una nación sobre el polvo de callejones sin cuento. Ambos mueren a balazos. El uno, disparando la metralleta sostenido en un montón de cocaína en su luminosa, lujosa mansión de Miami. El otro, disparando el revólver sostenido sobre el caballo en una oscura, desalada demarcación de su país. El uno porta un grueso anillo de brillantes. El otro porta un grueso anillo de hierro. El uno apuesta por la vida y no teme a la muerte. El otro apuesta por la muerte y en ella se regocija. Pistolero el uno. Poeta el otro. Tristes, trágicas existencias ambas.

Imagen de familia. Montana y Martí mueren, matan cada día enfurruñados, envueltos en el humo de la pólvora en sus negros trajes de blancas pecheras manchadas de sangre, Miami y Dos Ríos unidos en la ficción del tiempo.

"Mi verso es un surtidor / que da un agua de coral" (José Martí)
"Mi verso es un surtidor / que da un agua de coral" (José Martí)

El autor reúne algunos de los toros sacrificados en la obra de José Martí.

Regalar el corazón de un animal como si se regalara el propio, y no satisfecho con regalarlo atravesarlo con un arma blanca y cuidar que ambos, arma y músculo, lleguen juntos a su destinataria, una dentro del otro, es una prueba de amor capaz de estremecer a la mujer más indolente, máxime si el animal es un toro, es decir, una mole viva. La violencia practicada al instante de sacrificarlo y destazarlo debe entenderse como proporcional a la pasión del amante, a las fuerzas que anhela volcar sobre quien lo encandila.

Es difícil imaginar a José Martí enfrascado en semejante acción. El dolor humano nunca se le antojó mayor que el animal, al contrario, al punto de que, a veces, recurrió a éste para explicar el suyo; explicárselo a sí mismo en la privacidad de un cuaderno, aunque el apunte supusiera una interlocutora: Y me arrancaré tu amor que me duele, como un zorro cogido en una trampa se amputa con sus dientes el miembro preso. Y me iré por el mundo sangrando, pero libre.

Sólo la certeza de que el amor lo explica todo puede haberle llevado a exonerar a un compatriota que, no sabiendo cómo dar testimonio irrefutable de la magnitud de sus sentimientos, inmoló a un toro y le extrajo aquella víscera que, maltrecha, mejor pintaría su estado de ánimo:

Hubo en tierras de Cuba un magnífico semisalvaje que comía peces y todo género de carnes crudas, que no conoció la obra de las leyes, y ni acató ni violó jamás ninguna; que dio un hijo a la tierra; a su pueblo, un soldado; y a una mano impía que no lo preservó, su vida en un libro; que huía, llegada la noche, de las moradas de los hombres, cual noble ciervo de traidora trampa; y decía en altas voces que iba en busca de su “palacio azul”; que amó a los niños y a su caballo, y odió a los malvados; que se prendó una vez de dama altiva, y abatió un toro, le arrancó el corazón, clavó en él un cuchillo, y envió el presente a la dama como palabra de su amor (…)

No hay condena al amante, al contrario, y el retrato suyo que se nos ofrece aún palpita, como el toro en trance de expirar. El retrato es, en realidad, el corazón del toro extraído de cuajo y puesto, todavía caliente, sobre una hoja de papel o dentro de la pantalla del ordenador al que ahora nos asomamos. Hay párrafos de Martí donde más que literatura hay criatura, donde el texto nace, no se escribe, y lo que parece animarse delante del lector, y respirar entrelíneas, jadear más bien, y arrojarle su aliento al rostro --como el buey que Rubén Darío viera echando vaho un día / bajo el nicaragüense sol de encendidos oros-- no es el lenguaje sino un ser vivo que pugna por manifestarse y abrirse paso hasta él.

Los toros de Martí no salen ni saldrán del ruedo mientras exista la lidia, porque saben que sólo ilustrando lo que él denuncia podrán contribuir a que el hombre moderno se deshaga del bárbaro que aún lo habita. Martí, que identificó su verso con un ciervo herido, no podía menos que condenar a aquéllos que, armados de banderillas, picas y estoque, se recreaban atormentando a un animal, y a aquellos otros, igualmente feroces, que los aplaudían:

(…) ¿puede un pueblo que ama la sangre de la corrida de toros, que lleva a la esposa y a la hija a ese espectáculo cruel de arena roja, que llena el aire de gritos por la agonía del toro moribundo, puede un pueblo así convertirse en un pueblo industrioso y pacífico?¿Puede verse con tanta frecuencia la sangre sin que se le entre a uno por los ojos? Esa sociedad de toros, ¿no hace toros a los hombres? Ojalá que pronto alumbre el día en que ninguno de sus hombres independientes y orgullosos llegue al hogar en busca del reposo del vivir, y oiga las palabras de una mujer que hace poco exclamó al ver en la plaza a un toro partir en dos un caballo muerto: "¡Jesú, qué toro tan divino!"
(…) lo de herir por herir y habituar alma y ojos de niños, que serán hombres, y mujeres que serán madres, a este inútil espectáculo sangriento, ni arrogante, ni animado, ni hermoso es.

Martí no escatima detalles a la hora de describir la atrocidad de una corrida. Más que contar, sienta al lector en las primeras gradas de la plaza y no sólo lo fuerza a ver lo que sucede en el ruedo sino a oír y a oler, mientras la multitud enardecida celebra la infamia:

A veces el banderillero se coloca casi entre los cuernos de la bestia enfurecida, con la nariz del animal a sus pies, y lanza los dardos sobre su carne temblorosa. El toro ruge y brama. Embiste, retrocede, se detiene, carga y vuelve a cargar, y finalmente se mueve alrededor de la arena, su gran lomo cubierto con los penachos de los dardos clavados en su cuello. Hay que matar más caballos. Aunque las patas débiles del toro apenas puedan sostenerlo, aunque los chorros de sangre corran de su cuerpo, y aunque llene la plaza con sus bramidos de dolor, una banderilla de fuego es arrojada contra su cuello. Al penetrar el dardo en la carne se enciende la “baqueta”. El olor de carne quemada llena el aire y un humo negro sube en espirales del cuello ensangrentado. El bramido del infeliz animal se vuelve horrible. Algunas veces el toro se echa en la arena y se niega a seguir luchando. Entonces se acerca un hombre con una afilada hoz, atada a un palo, y en medio del aplauso del gentío le corta las rodillas y las piernas al animal. Saltan lágrimas de los ojos enrojecidos. El toro caído trata de levantarse. Se arrastra por el suelo. Quiere vivir aún, pero lo rematan con cuchillos.

Echa uno de menos los toros que pastan en Meñique, la versión del cuento de Édouard René Lefèvre de Laboulaye hecha por Martí para La Edad de Oro:

Mi padre tiene tantas tierras que una ternerita de dos meses que entra por una punta es ya vaca lechera cuando sale por la otra.

—Eso no me asombra, —dijo la princesa. En tu corral no hay un toro tan grande como el de mi corral. Dos hombres sentados en los cuernos no pueden tocarse con un aguijón de veinte pies cada uno.

—Eso es una bicoca,-- dijo Meñique. La cabeza del toro de mi casa es tan grande que un hombre montado en un cuerno no puede ver al que está montado en el otro.

El toro que se detiene, exhausto, en medio de la arena despiadada, bañado en sangre y sudor, con un puñado de banderillas saltándole del lomo, salpicando el traje de luces y el capote insolentes, y mira al graderío que vocifera y exige su aniquilación, es hermano profundo de José Martí:


Miro a los hombres como montes; miro,
como paisajes de otro mundo, el bravo
codear, el mugir, el teatro ardiente
de la vida en mi torno: ni un gusano
es ya más infeliz: ¡suyo es el aire,
y el lodo en que muere también es suyo!
Siento la coz de los caballos, siento
las ruedas de los carros; mis pedazos
palpo (…)


Y es imagen, a pesar de su corpulencia, del propio escritor y de su álter ego más leve:


Mi verso es un surtidor
que da un agua de coral.

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