Las fieras de José Martí son más fieras cuando, lejos de merodear al ser humano, lo habitan. El autor recuerda el encuentro de Martí con un tigre de trenzas negras.
Un trigal es un tigral cuyas fieras se han transformado en espigas que lejos de amedrentar al hombre han resuelto suministrarle alimento.
Un error ortográfico o de dicción puede devolver a la planta su naturaleza animal, de ahí que escribir o pronunciar cualquiera de las dos palabras exija cautela, sobre todo cuando se ronda o visita un campo de trigo. El ramillete de florecillas puede desdoblarse en hocico; los granos, en dientes; las hojas, en bigotes; las raíces, en zarpas; el color amarillo, en anaranjado; los grupos de tallos doblados por la brisa, en lomos; los espacios vacíos entre los tallos, en rayas.
No en balde la Real Academia Española ha preferido que el neologismo tigral, aun siendo tan hermoso, permanezca inédito, confinado al hábitat de la obra de su autor:
Para vivir en un tigral, sedosa
Ala, y no garra aguda? ¿O por acaso
Es ley que el tigre de alas se alimente?
Las fieras de José Martí son más fieras cuando, lejos de merodear al ser humano, lo habitan. Dentro de éste, y hasta de sí mismo, le son familiares; fuera, no; fuera las buscó para admirarlas y medir, arriesgado, su propio valor: Aquí, más que silba, ruge y gruñe la víbora; allá, más que canta, parlea un menudo cotorral; huye con gran estrépito, inacorde y antipático, una bandada de pequeños monos; el corazón late de un dulce miedo y de placer imaginando que ese ruido bronco es tal vez el de un tigre atrevido que lo espera al pasar. Y se dice que los tigres fascinan; como los leones; que el valor humano obedece a una influencia física, que lo inermiza, ígneamente asentada en la pupila de la fiera; que sus miembros de acero, corvos y ágiles, esquivan a saltos su gallardo cuerpo del ojo más certero; del brazo más osado. ¡Brava iluminación para la selva, los dos ojos de un tigre bien crecido!
Vale la pena destacar cómo Martí se distancia de su propio corazón o se reduce a él y supone al tigre, más que acechando al hombre, acechando esa víscera suya, y la describe encantada, como si todo fuera cosa entre el animal y ella.
La frase final del párrafo está compuesta por dos versos endecasílabos, de manera que no se trata de una exclamación a secas sino de un acorde sobrepuesto a un patrón rítmico, prueba de que el autor, además de escribir, componía, en el sentido más musical del término, y que probablemente lo hacía de forma involuntaria, aunque luego fuera el primero en percatarse de esa rara mezcla de don y fortuna:
los dos ojos de un tigre bien crecido!
Esa mirada que fulge y es capaz de alumbrar la maleza devuelve al tigre de William Blake, que arde en los bosques de la noche y en cuyos ojos chisporrotea un fuego procedente de quién sabe qué cielos o abismos.
Pero no hay tigre más espléndido en la obra de Martí que el que le ofrece y luego arrebata, en 1877, una mujer de nombre grecorromano que habita una región inhóspita de Guatemala: Es esa misma Teosia, de ojos verdes salvajes, de esa tez blanca sin vida y sin venas, que más parece repelente máscara que cutis. Las raquíticas trenzas, atadas con cinta morada sobre la frente, semejan flechas negras, siempre a punto de desatarse sobre el que en ellas pone ojos. Huélganle los dientes en la boca; y se le anudan en el ceño las arrugas: ese cuerpo, cuadrado y desenvuelto, es tan feo que parece enfadado; ese cuerpo impudente y descortés (…).
Martí se aproxima al portal del establecimiento de Teosia, averigua si hay café y antes de que ésta, grosera, se encoja de hombros, gruña y le pregunte si no sabe beber leche, nota: ¡Ah, qué mirada! Hay en ella desconfianza, brutalidad, atrevimiento, desafío, todo lo que hay en unos ojos verdes que brillan, encendidos en un rostro feo, bajo dos cejas ríspidas y negruzcas. La mujer murmura, dando vueltas al delantal y encogiéndose de hombros, unas palabras que no entiendo (…) Entre; me dijo, y me volvió la espalda. ¡Hasta en la espalda me pareció verle los ojos!
Martí ata su mula, sigue a la tendera y escribe: Heme al fin con un encuentro singular; con una mujer, que puesto que no es tentadora, ni hermosa, ni amable, no es mujer; con un fruto vivo de esta tierra seca; con un cuerpo sibilítico en que ha encarnado el espíritu del tigre que busco ¡esto es, he aquí mi tigre! (…) Por eso están secas estas llanuras, porque esta mujer las ha abrasado con su mirada. Por eso ha desnudado las hojas de los árboles: porque odia la belleza. Por eso ha bebido todas las aguas de las cañadas y los ríos, porque ella, espíritu avernal, padece eterna sed. De arenas es el trillo, porque así conviene a sus pies de raíz y caracol.
--Aquí tiene el cafecito, mi señor. ¿Lo quiere con marquesote o con semita? Y, verdad; ahí está el café; ahí humea en porcelana transparente. ¿Pero qué voz es ésta que al turbado ánimo vuelve aquel vigor pasado? Pues es la voz de la mismísima Teosia, quien, estirada la camisa, aliñada la trenza, y refrescado el rostro, viene si brusca, cariñosa, a robarme mi tigre del camino.
Un leve acicalamiento y un cambio de actitud en la mujer, una coquetería súbita, bastan para que Martí vea desvanecerse la fiera que, después de tanta expectación, había encontrado.
Marquesote y semita son panes característicos de América Central elaborados con diversos tipos de harina. Martí prefiere el segundo, hecho por Teosia con harina de trigo.
La selva es ya trigal; el tigre, espiga.